RADIOHEAD en Madrid

Cuatro noches para el delirio...

Crítica: Geese "Getting Killed"

Siempre que llega diciembre, me siento como un personaje de Dickens y empiezo a echar cuentas sobre lo que he dejado pendiente en los últimos meses, y el álbum de Geese, "Getting Killed" (2025), es una de ellas. Procedentes de las bulliciosas calles de Nueva York, liderados por el enigmático Cameron Winter en la voz y la composición, junto a la guitarrista Emily Green, el bajista Dominic Digesu y el baterista Max Bassin, tejen un tapiz sonoro que desafía las convenciones, fusionando influencias dispares como el rock norteamericano de raíces propio de Springsteen, el post-punk incisivo de Television, el noise abrasador de Swans y el experimentalismo etéreo de The Velvet Underground, sonando como todos y como ninguno. Pero lo que emerge no es un mero collage ecléctico, sino una explosión de vitalidad que redefine lo que posiblemente sea el espíritu del rock actual en su país: un cóctel embriagador de blues, country, funk, noise y post-punk que suena a caos controlado.

Desde su debut con “A Beautiful Memory” (2018), pasando por “Projector” (2021), o el aclamado "3D Country" (2021), Geese ha demostrado un talento innato para lo inesperado, pero aquí elevan la apuesta, convirtiendo cada nota en una declaración de intenciones. La portada del álbum, con su dualidad angelical y violenta —suave como una pluma y afilada como un cuchillo—, encapsula perfectamente esta dualidad: un disco que acaricia el alma mientras la sacude con fuerza, invitando al oyente a sumergirse en un viaje por los márgenes del género donde lo familiar se torna extraño y lo extraño, irresistiblemente adictivo. Y es que la maestría de Geese en "Getting Killed" (2025) reside en su habilidad para navegar entre extremos con una fluidez que transforma lo caótico en catarsis pura, donde cada pista es un capítulo en una novela sonora de contrastes exquisitos. Desde el estruendo de "Trinidad", un torbellino de noise rock explosivo que irrumpe como un grito primal, con los gritos viscerales de Cameron Winter entrelazándose en riffs demoledores de Emily Green, mientras Dominic Digesu ancla el bajo en un groove hipnótico y Max Bassin martillea la batería con una precisión furiosa que evoca tormentas urbanas en un arranque que captura la alienación y la rabia con una energía contagiosa, haciendo que el cuerpo se tense y el pulso acelere en éxtasis o "Cobra" y su blues-pop-country soleado y juguetón, donde las letras cliché sobre amores perdidos se mezclan con una ironía apática que las eleva a himnos irónicos, sabes que estás ante un disco diferente. Esa alternancia no es casual; es el núcleo de la genialidad del álbum, una dedicación a la disolución que impregna cada composición, comenzando con progresiones predecibles que se deshilachan en capas de intensidad calculada. Por ejemplo, "Husbands", con sus riffs repetitivos hasta la locura, guiados por el bajo groovy de Digesu que simula un pulso cardíaco errático, o "Islands of Man", donde las guitarras asincrónicas de Green y el piano titilante emergen como ráfagas de viento, permitiendo que la voz de Winter —inicialmente desgarbada y estridente— revele un barítono cautivador que se desliza en melodías pegajosas y memorables. En "100 Horses", la introspección country se tiñe de un carácter caricaturesco, recordando las conversaciones nubladas de un dramón western, mientras transita hacia la etérea "Half Real", una balada que destila vulnerabilidad con letras irónicas sobre la realidad a medias, envueltas en un funk sutil que invita a la reflexión profunda. 

No menos impactante es "Getting Killed", el tema homónimo, donde el caos arrítmico de "Bow Down" explota en un clímax de hate y heart, con toques de brass que irrumpen como vientos huracanados, fusionando lo melódico con una danza que roza lo sobrenatural. "Au Pays du Cocaine" ofrece un respiro baladístico suave, solo para ser derribado por "Taxes", un canción groovy que satiriza lo mundano con apatía deliciosa. Finalmente, "Long Island City Here I Come" cierra con un lamento country-funk que, aunque parezca algo perezoso al principio, se erige en un cierre magistral, con la voz de Winter tropezando en líneas vocales que se incrustan como espinas dulces. "Getting Killed" (2025) es una revelación que reafirma a Geese como visionarios del rock, con Cameron Winter al frente y el inquebrantable cuarteto respaldándolo, ha destilado lo mejor de sus influencias en un elixir que trasciende géneros y expectativas; perturbador, exhilarante y profundamente humano, un recordatorio de cómo la decadencia puede ser el catalizador de la belleza más pura. Su música no sólo se escucha, se vive.

© 2025 Jota

Crítica: 1349 "Winter Mass"

Los míticos 1349, originarios de Oslo y liderada por el carismático vocalista Ravn, nos regalan “Winter Mass” (2025), un directo que captura la esencia furiosa y primaria del subgénero con una maestría que solo tres décadas de dedicación pueden forjar. Nacidos a finales de los noventa como una respuesta visceral a las diversas variaciones del black metal, han forjado una discografía que abarca desde el salvaje y primitivo “Liberation” (2003) hasta la aplastante blasfemia de “The Wolf and the King” (2023), un álbum más que correcto que no me terminó de convencer, pasando por joyas como “Hellfire” (2005) y “Demonoir” (2010), que han solidificado su dominio sobre las legiones más ennegrecidas del mundo. Grabado en noviembre de 2021 en el Parkteatret de Oslo, justo cuando las restricciones pandémicas se disipaban, este álbum no es el mero documento de un concierto, sino una celebración triunfal de su legado, una hora de intensidad desenfrenada que rebosa atmósfera gélida y caótica. La producción, ni excesivamente pulida ni deliberadamente cruda, equilibra la ferocidad analógica con una claridad que permite apreciar la química explosiva del cuarteto —con Archaon, Seidemann y el icónico Frost—, convirtiendo cada riff y blast beat en un asalto demoníaco que resuena con la pureza del black metal noruego, demostrando por qué siguen siendo una fuerza blanca y ardiente en la escena, honrando su evolución e invitando al oyente a sumergirse en el abismo con una energía que pocas bandas logran transmitir tan vívidamente, recordándonos el poder catártico de todo ritual compartido en la penumbra.

“Enter Inferno” abre la noche desplegando los riffs abrasadores de Archaon, como un portal directo al infierno, mientras Frost desata una tormenta de batería que establece el tono de caos controlado, y Ravn profiere gritos profanos que erizan la piel, evocando el espíritu primigenio de sus inicios. Seguidamente, “Sculptor of Flesh” irrumpe como un anti-himno colosal, con su groove siniestro y melódico que transforma la agresión en algo casi hipnótico, donde la voz de Ravn, implacable, escupe letras de mutilación espiritual que resuenan en éxtasis. La tensión escala en “Slaves”, una canción que fusiona atmósferas opresivas con explosiones de velocidad, destacando la precisión quirúrgica de Seidemann en el bajo, que ancla la furia sin perder un ápice de oscuridad. “Through Eyes of Stone” ofrece un respiro cargado de melancolía gélida, permitiendo que los teclados sutiles —ausentes en estudio pero evocados en vivo— se entrelacen con los solos cortantes de guitarra, creando un paisaje sonoro que captura la soledad eterna del invierno noruego. El clímax llega con “Cauldron”, una caldera hirviente de black metal clásico donde los cambios de ritmo de Frost brillan, impulsando a la banda hacia un frenesí colectivo que hace vibrar el aire con su crudeza orgánica. No menos impactante es “Striding the Chasm”, una canción más reciente que inyecta progresión audaz, con pasajes sinfónicos que contrastan la brutalidad y revelan la versatilidad de 1349, mientras Ravn modula su registro para infundir un dramatismo casi operístico. “Chasing Dragons” acelera el pulso con su thrash encarnizado, un tributo a la herencia speed metal que impregna su sonido, mientras que “Serpentine Sibilance” se desliza sinuosa con riffs hipnóticos que evocan rituales paganos, culminando en un breakdown que invita al mosh pit infernal. La sección central eleva la apuesta con “I Am Abomination”, un monstruo donde la voz de Ravn alcanza picos de abominación pura, respaldada por la pared de sonido que erigen las guitarras, convirtiéndolo en un himno para los fieles del género. “Golem” sigue con su marcha inexorable, un titán sonoro animado por la batería incansable de Frost, que martillea como un corazón demoníaco latiendo en la nieve. Finalmente, cierran con maestría: “Atomic Chapel” se revela como una revelación genuina, una capilla atómica de black metal progresivo donde la experimentación sinfónica de Archaon brilla en solos etéreos, fusionando lo infernal con lo trascendental en un tour de force que deja al público —y al oyente— en un trance extático. “Dodskamp” y “Abyssos Antithesis” rematan la faena con una dualidad letal: la primera, un duelo mortal de velocidad y precisión que honra sus raíces, y la segunda, un con un abismo de capas densas y atmósferas asfixiantes, sellando el concierto con una catarsis que reverbera en un eco eterno.

“Winter Mass” (2024) reafirma a 1349 como una de las bandas en directo más formidables del black metal. Y es que hay algo profundamente liberador en cómo capturan la euforia de la multitud —esos rugidos de fondo que celebran incluso mientras el infierno los devora—, una química que Frost y Seidemann potencian con su pulso inquebrantable, haciendo que cada escucha sea un bautismo renovado en llamas. Canciones como “Atomic Chapel” representan el pináculo de su audacia, un puente entre la tradición noruega y la innovación que deja exhausto de admiración, mientras que la totalidad del concierto —de “Enter Inferno” a “Abyssos Antithesis”— forja un tapiz que trasciende el mero entretenimiento para convertirse en un acto existencial. Si el black metal es, como dicen, el sonido del abismo mirándonos frente a frente, “Winter Mass” (2024) es su testamento vivo más convincente.

© 2025 Lord Of Metal

Crítica: The Halo Effect "We Are Shadows"

The Halo Effect publican este EP de versiones después de menos de un año desde "March of the Unheard" (2023), y se siente como lo que es, un regalo navideño sin más pretensiones. La banda sueca, formada por antiguos miembros de In Flames como Mikael Stanne y Niclas Engelin, Peter Iwers y Daniel Svenson, además del icónico Jesper Strömblad, siempre ha apostado por el melodic death metal directo de la escuela de Gotemburgo, pero sin complicarse mucho la vida. Con este "We Are Shadows" (2024), de solo cinco canciones, no hay material original; todo son versiones de temas ajenos, elegidos de un rango amplio que va del hard rock de los ochenta al indie pop sueco y el metal. Para los que acusan a The Halo Effect de ser un parche para el vacío que dejó In Flames en su fase más comercial —algo que "Foregone" (2023) ya desmontó—, este EP da una pista de que hay más matices en su sonido, aunque no suficientes para elevarlo por encima de lo predecible. Stanne y los suyos tocan con soltura, la producción es limpia y pesada donde hace falta, pero el conjunto se queda en un ejercicio de nostalgia que funciona para los seguidores más leales, sin atraer a nuevos oídos. No es una publicación mediocre, pero tampoco esencial; es como un extra que entretiene un rato y se guarda en la estantería sin más.

Abren con "I Wanna Be Somebody" de W.A.S.P., un auténtico clásico que The Halo Effect convierten al melo-death más agresivo, con riffs pesados y el rugido furioso de Stanne que añade peso al original, aunque mantiene la arrogancia del original sin grandes cambios. Es directo y brutal, pero se nota que no arriesga mucho más allá de la fórmula de la banda. "Dance With the Devil" de Phenomena, resuena grandiosa, con un gancho folk en las guitarras que se pega fácil mientras la voz de Stanne suena tan enfadada como siempre pero con control; sonando mejor que la anterior, apostando por la visión de la banda e invitando a escuchar el original. Para mí, la sorpresa es “If You Were Here" de Kent, ¿por qué? Muy sencillo, lector, ¿de verdad no recuerdas que nuestro dios nórdico favorito, Ihsahn, también versionó a Kent en su EP “Fascination Street Sessions”? Lo que hace que me pregunte, ¿qué pasó con los suecos Kent para que artistas del mundillo del metal tengan ese amor por la banda? No dejaban de practica un rock alternativo inofensivo que aquí, The Halo Effect, usan como un guante, añadiendo un toque gótico con espacio para la voz limpia de Stanne, aunque para oídos no suecos puede sonar bastante poco emocionante. Pero "Shoreline" de Broder Daniel, es la más fuera de lugar, siendo un himno indie pop que The Halo Effect intentan reescribir con potencia melodeath, resultando pegadiza pero sintiéndose forzada, beneficiándose de la energía de la sección rítmica de Iwers y Danielsson, pero sin llegar a un clímax inolvidable. Cerrando con "How the Gods Kill" de Danzig de primeros de los noventa, la banda honra al vocalista con un grandísimo solo y Stanne haciendo de crooner. 

El talento de The Halo Effect logra que no suene ridículo, "We Are Shadows" (2025) es un EP correcto que cumple, mostrando buen gusto en las elecciones sin meter la pata, suenan sólidos en la mezcla y confirma el eclecticismo en su bagaje más allá del death metal sueco estándar, pero no pasa de ser una curiosidad que distrae un momento sin dejar una marca profunda. Vale la pena un par de vueltas, pero completamente olvidable. No decepciona, pero tampoco emociona, ni se justifica.

© 2025 Lord Of Metal

Crítica: Biohazard "Divided We Fall"

Biohazard regresan después de trece años sin disco, y eso ya es algo que merece atención en el mundo del hardcore y el metal crossover. La banda de Brooklyn, formada en 1988 por Billy Graziadei y Evan Seinfeld, siempre ha sido conocida por esa mezcla cruda de punk, thrash y hardcore que definía los noventa. Alcanzaron la cima con álbumes como "Urban Discipline" (1992) y "State of the World Address" (1994), pero luego vinieron altibajos, cambios de formación y un parón que parecía definitivo tras "Reborn In Defiance" (2012). Ahora, con la alineación original de vuelta —Graziadei, Seinfeld, el guitarrista Bobby Hambel y el baterista Danny Schuler—, publican "Divided We Fall" (2025), su décimo larga duración cuando nadie podía esperarlo, pero para los que aún recordamos sus caóticos conciertos de hace tres décadas, es un intento decente de revivir la fórmula. La producción es directa, sin adornos, grabada con un sonido crudo que recuerda a sus mejores días, aunque se nota que estos tipos rondan los sesenta y no todo fluye con la misma rabia de antaño, ¿por qué no decirlo? Hay riffs pesados y voces dobles que gritan sobre injusticia y lucha, temas que Biohazard nunca han dejado atrás, pero, en general, se siente como un ejercicio de pura nostalgia y no una explosión fresca. Cumple con lo necesario, es agresivo, directo y apto para un mosh pit, pero no reinventa nada ni sorprende. 

Arrancan con "Fuck The System" yendo al grano con un groove thrash que evoca los choques de hardcore y metal de los noventa, donde Graziadei y Seinfeld alternan gritos que suenan repleto de una rabia controlada, y Hambel escupe riffs que pegan en el pecho. No innovan, solo repite el manual de "Mata Leão" (1996) y, aunque la batería de Schuler mantiene un pulso constante, se te olvida rápido. "Forsaken" sigue la línea, con un riff masivo que mezcla punk y thrash, bramando sobre traición y venganza; es sólido en lo técnico, pero carece de ese estribillo que te hace querer repetir. "Eyes on Six" mantiene el ritmo, con un enfoque en la sección rítmica que suena auténtico y sin pulir en exceso, aunque los solos de guitarra de Hambel son predecibles y no levantan vuelo. Al igual que "Death of Me" arrastra un groove más lento y amenazante, casi como un breakdown de larga duración, con una letra de Seinfeld habla sobre la autodestrucción personal, pero el conjunto se estira sin llegar a un clímax memorable. "Word to the Wise" intenta un toque más reflexivo con cambios de tempo, pero las transiciones suenan forzadas y la producción tampoco ayuda a que destaque. "Fight to be Free" es otro himno de resistencia, con coros que invitan a cantar al unísono, aunque la melodía en las voces limpias de Graziadei suena sin fuerza. "War Inside Me" aumenta la velocidad, con blasts de batería de Schuler que recuerdan a un thrash old school, pero el riff principal es genérico y según la escuchas, la olvidas. "S.I.T.F.O.A." coquetea con un rollo rap-metal, un guiño a sus raíces, pero se queda en la anécdota. "Tear Down the Walls" es de las más directas, con un estribillo que podría funcionar en directo, aunque las guitarras de Hambel repiten patrones de "State of the World Address" sin variar mucho. 

El broche con "I Will Overcome" busca ser un himno, pagando deudas a bandas como Hatebreed con su positividad combativa, y "Warriors" remata con un torbellino que promete caos en conciertos, pero ambas canciones se sienten más como un ejercicio, que algo genuino, como el resto del disco en el que todo encaja, pero ninguna se eleva por encima de lo esperado en un álbum que se escucha entero sin aburrir, pero tampoco deja huella. Y es que "Divided We Fall" (2025) es un retorno correctito de Biohazard, que, por lo menos, hacen lo que saben sin llegar a meter la pata, pero se queda en un aprobado raspado en un panorama donde el hardcore ha evolucionado más. Graziadei y Seinfeld suenan creíbles en su rabia callejera y Hambel y Schuler en forma, respetando su legado sin avergonzarlo. Hay energía en los riffs y las letras siguen hablando de unidad y lucha, pero falta esa chispa impredecible de sus mejores días; es como ver a viejos amigos que no han cambiado, lo cual es reconfortante pero tampoco emocionante. No decepciona del todo, pero tampoco justifica su grabación.

© 2025 Lord Of Metal

Crítica: Blut Aus Nord "Ethereal Horizons"

Si por algo son conocidos los franceses Blut Aus Nord, es por saber reinventar su esencia una y otra vez a lo largo de tres décadas de evolución implacable. El proyecto fundado por el enigmático Vinterriket, quien a menudo maneja las riendas como un trabajo en solitario o con una formación mínima de tres miembros, ha parido dieciséis álbumes de estudio, sin contar innumerables splits y EPs que salpican su discografía; imagina la desazón de los devotos de "Fathers of the Icy Age" (2003) al toparse con la disonancia cósmica de "The Work Which Transforms God" (2003), un giro que encapsula la imprevisibilidad de su trayectoria. Y con "Ethereal Horizons" (2024) pasa algo parecido, nos encontramos ante una obra que no solo honra ese legado de mutaciones, sino que lo eleva a un pináculo de introspección y belleza etérea. No se trata de cuestionar si será "bueno" —eso es un axioma en su universo—, sino de maravillarnos ante qué faceta de esta hidra musical emergerá para guiarnos por senderos inexplorados. Y es que desde los albores de su carrera, Blut Aus Nord ha sido un faro de innovación, alternando entre series temáticas conectadas y rupturas audaces que dejan a los oyentes en vilo, como si cada lanzamiento fuera un portal a dimensiones paralelas del metal extremo. En este nuevo capítulo, el enfoque se desplaza hacia un post-metal expansivo, reminiscente de "Hallinsfjäll" (2019), pero infundido con un sentido cósmico que trasciende la psicodelia setentera de antaño, optando por texturas que evocan la inmensidad del vacío estelar. La producción, orquestada con maestría por Vinterriket y sus colaboradores, adopta un enfoque orgánico y sabroso, similar al de los dos discos previos, pero depura cualquier rastro de la aspereza disonante de "Disharmonium – Undreamable Abyssal" (2022), resultando en una melodía suprema que envuelve como una niebla luminosa en donde los riffs se alargan con blasts furiosos, para tejer estados de ánimo profundos (desde la crudeza industrial hasta la nostalgia pagana) bajo un barniz unificador de esplendor. Es un disco que exige ser absorbido en su totalidad, como un viaje donde el progreso es inexorable, y cada capa revela un universo de emociones entrelazadas. 

La arquitectura de "Ethereal Horizons" se erige sobre una sucesión de canciones que despliegan un tapiz de atmósferas hipnóticas, donde cada una actúa como un capítulo en una narrativa cósmica, guiada por la visión inquebrantable de Vinterriket y el pulso rítmico impecable de W.D. Feld a la batería. "Seclusion" es un lamento industrial que evoca los ecos mecánicos de "777 – Sect(s)" (2011), pero suavizado por repeticiones rítmicas que simulan un corazón latiendo en el vacío, donde los teclados susurran como el viento y las guitarras se retuercen en patrones hipnóticos, culminando en un clímax que libera una euforia pura. "The Fall Opens the Sky" es un tour de force donde Feld brilla con un solo de batería y bajo que remite a las cajas de ritmo vintage, construyendo una tensión que explota en riffs repetitivos y expansivos, teñidos de un post-metal que respira la vastedad de "Hallinsfjäll" (2019), invitando al oyente a caer en un abismo de éxtasis controlado. "What Burns Now Listens" introduce tonalidades menores que impactan sin sacrificar la armonía, priorizando una atmósfera densa sobre la complejidad riffística, con capas de sintetizadores extraídas de la saga "Memoria Vetusta" (piensa en "Memoria Vetusta II – Dialogue with the Stars") que se entremezclan con fragmentos de naturaleza acústica, creando un flujo orgánico que une lo disonante con lo accesible. El interludio "Twin Suns Reverie" puede desconcertar inicialmente con su minimalismo sintético, pero sirve como puente esencial, un respiro meditativo que prepara el terreno para la grandiosidad de "The End Becomes Grace", donde versos triunfales sacados de "Saturnian Poetry" (1996) se funden un black metal genuino y chirriante que acelera el pulso. 

"Ethereal Horizons" corona la experiencia con una procesión de motivos que recorren todo el espectro de su carrera, desde la disonancia de "Disharmonium" hasta la cosmosofía de "777 – Cosmosophy" (2012), todo envuelto en un velo de belleza melódica que deja un regusto de maravilla infinita. Un álbum que reafirma el estatus de Blut Aus Nord como estandarte del black metal experimental y los catapulta a nuevas cumbres de genialidad, un monumento vivo a la reinvención. Triunfal en su melodía, hipnótico en su amplitud, enérgico en su peso y balsámico en su hermosura, un periplo por pastizales cósmicos que promete horrores aún mayores más allá del horizonte. 

© 2025 Lord of Metal

Crítica: Florence + The Machine "Everybody Scream"

Florence Welch regresa con "Everybody Scream" (2025), un álbum que se erige como un monumento visceral y catártico en su discografía, una nada desdeñable cuando incluye joyas como "Lungs" (2009), "Ceremonials" (2011) y "How Big, How Blue, How Beautiful" (2015). Producido en colaboración con Aaron Dessner de The National, James Ford y Danny L. Harle, nace de las cenizas de una experiencia traumática: un embarazo ectópico complicado que llevó a Welch a una cirugía de emergencia en su gira de 2023, rozando la muerte de manera aterradora. Lejos de hundirse en la oscuridad, Welch transforma ese abismo en un grito liberador, un himno a la resiliencia que fusiona el teatro operístico de sus inicios con una madurez introspectiva que la posiciona como la superviviente indiscutible que es, reinando con una actitud regia. "Everybody Scream" (2025) abandona el frenesí bailable de "Dance Fever" (2022) para transitar un territorio más crudo, donde la euforia choca contra el desespero en una danza mística que evoca brujería pagana, referencias a la mística medieval y guiños pop a iconos como Buffy cazavampiros, de la profundidad a lo superfluo, sin perder credibilidad en un disco en el que la voz de Welch —esa fuerza sobrenatural que capaz de susurrar un secreto en un festival pero rugir como una tormenta al instante— se erige como protagonista absoluta, acompañada por contribuciones estelares: los riffs de Mark Bowen de Idles, las texturas electrónicas de Harle y hasta la delicadeza etérea de Mitski en coros que elevan el todo a lo divino en una producción impecable que confirma a Welch como la heredera espiritual de Kate Bush o PJ Harvey, una obra maestra que celebra la vida en su forma más salvaje y poética, un bálsamo para quienes han bailado al borde del abismo.

La apertura con "Everybody Scream" establece de inmediato el tono de este viaje: un órgano siniestro y un coro espectral dan paso a gritos ensordecedores y un ritmo glam-rock que pisa fuerte, exigiendo el baile sobre una base hipnótica y Welch diseccionando su ambivalente romance con la fama, confesando lo que solo es capaz de lograr sobre el escenario; "mírame correr hasta destrozarme, sangre en el escenario", canta con una vulnerabilidad que corta el aliento en una dualidad que impregna todo el disco, pero brilla especialmente en canciones como "One of the Greats", donde, con el gruñido de la guitarra de Mark Bowen de Idles, Welch emerge de la tierra "con uñas rotas y tosiendo tierra, escupiendo mis canciones para que cantes conmigo". Es un himno épico de renacimiento postraumático, teñido de su característico humor espinoso al culpar el sexismo de las reseñas tibias de sus inicios: "Estaré ahí arriba con los hombres y las otras diez mujeres en los cien mejores discos de todos los tiempos. Debe ser genial ser hombre y hacer música aburrida solo porque sí". La experimentación en "Witch Dance", un torbellino de profusa percusión y sintetizadores rave que evocan su debut "Lungs" (2009) pero con un puntito electrónico que acelera el pulso, mientras la intensidad de "Sympathy Magic" y su percusión roza el ritual puro y duro, como si invocara espíritus ancestrales. 

Pero no todo es caos glorioso; momentos de paz como "Buckle" permiten que la voz de Welch sune como un ángel sobre un lecho minimalista de piano y guitarra acústica, ofreciendo un respiro de ternura que contrasta con la oda al duelo en "Drink Deep", donde vocales operísticas escalan hacia un clímax que libera lágrimas contenidas. "Music by Men", con su confesión autodespreciativa sobre una relación en crisis —"No hay mucho aplauso fuera del escenario"—, se reduce a un momentum acústico que deja brillar su don melódico, culpando al patriarcado musical con una ironía afilada que resuena universalmente. Mientras "Kraken" se colma de susurros hasta su estribillo, lamentando, "todos mis pares tenían tanto potencial... los besé adiós y los dejé ahogarse", un lamento que añade profundidad emocional. "You Can Have It All" destila misterio con sus arreglos discordantes al estilo de "A Day in the Life" de The Beatles, mientras "Perfume And Milk" convirtiendo a "Everybody Scream" (2025) en un festín que agradece múltiples escuchas y, para colmo, desvela secretos en cada una.

Nacido del dolor más crudo, se convierte en un faro, invitando a todos a gritar su verdad en un mundo que a menudo silencia las voces femeninas. La forma en que Welch equilibra la grandilocuencia teatral con confesiones íntimas es magistral, creando un álbum que se siente tanto como una terapia colectiva como un espectáculo imparable. Comparado con sus predecesores, como el introspectivo "High as Hope" (2018), este destila una madurez que transforma su vulnerabilidad en fuerza. Si "Dance Fever" (2022) logro esa buscada fiebre bailable, "Everybody Scream" (2025) es su resaca, un elixir que cura y enciende a partes iguales. Florence + the Machine no solo sobrevive; conquista, y en este disco, su reino es nuestro también. En un 2025 lleno de incertidumbres, este álbum es el antídoto perfecto: un grito de guerra, un abrazo espectral, una celebración de la vida en toda su gloriosa, sangrienta complejidad. Bravo, Florence; has creado algo eterno…

© 2025 Jota

Crítica: Omnium Gatherum "May the Bridges We Burn Light the Way"

Omnium Gatherum han pasado los últimos años ajustando su fórmula sin llegar a un punto fijo. Empezaron con un melodeath crudo influido por el estilo de Gotemburgo, luego viraron hacia tonos más oscuros y melancólicos en discos como "New World Shadows" (2011) y "Beyond" (2013), que se consideran sus cimas. Más adelante, en "The Burning Cold" (2018), optaron por algo directo y actual, pero en "Origin" (2021) simplificaron tanto que sonaba a melodeath de tercera, sin alma y forzado, lo que me dejó bastante frío. Ahora, con su décimo álbum, "May the Bridges We Burn Light the Way" (2025), intentan corregir el rumbo para aterrizar en un equilibrio entre la grandiosidad de "New World Shadows" (2011) y el pulido rockero de "Origin" (2021). El sonido de la banda sigue ahí, con sus adornos habituales, pero esta vez gana en vitalidad y agresividad, con composiciones que enganchan de forma más constante. Es verdad que no reinventan nada, solo refinan lo viejo y no siempre con el mismo tino, algo que se siente también en la cubierta del disco álbum, como un diseño genérico que no suma. La producción, a cargo de Jens Bogren y el vocalista de Soilwork y The Night Flight Orchestra, Björn Strid, es limpia y moderna; guitarras pesadas sin exagerar, teclados presentes pero no dominantes, y un brillo que encaja en el melodeath finlandés sin florituras innecesarias, más aún cuando dura poco más de cuarenta minutos, con siete temas principales más un intro y un outro, lo que lo hace digerible pero algo escaso en sustancia. Markus Vanhala, el guitarrista principal, aporta riffs sólidos y las armonías típicas del metal finlandés, combinadas con los teclados de Aapo Koivisto, que mantienen el groove sin complicaciones. Jukka Pelkonen maneja los growls con competencia y, aunque su rango vocal no sorprende, las melódicas de Vanhala equilibran el conjunto. 

Tras la introducción, "May the Bridges We Burn", que ambienta sin mucho impacto, el álbum arranca con "My Pain", una canción que evoca directamente la era de "New World Shadows" y capta la atención de inmediato. Las guitarras y los teclados funcionan como deben, con la voz potente de Jukka contrastando las voces melódicas de Markus, creando un estribillo que se pega rápido. Es melodeath con algo de energia y ese toque de melancolía finlandesa de fondo, pero sin complicaciones. El pulso continúa con "Last Hero", que suena rápido y urgente, con hambre en sus guitarras y un estribillo simple pero efectivo; podría haber encajado en "The Redshift" (2006) o "New World Shadows" sin problemas, y es que pide prestado demasiado de épocas pasadas. "The Darkest City", es la más extensa con casi siete minutos, donde exploran estados de ánimo variados y texturas, recordando "New World Shadows" pero con los toques minimalistas de "Origin". "Walking Ghost Phase" es directa y ruidosa, con mordida y pegada, mientras "Ignite the Flame" toma algo del thrash con fuerza, con un estribillo que se queda en la cabeza, mostrando la rabia que faltaba en el disco anterior. Vanhala brilla en los solos, mientras Koivisto en teclados añade algo de su particular colchón, pero sin robar protagonismo, mientras que el bajo de Frank Heller junto a la batería de Joonas "Jope" Koskinen dan solidez rítmica sin alardes. 

Al final, dudo que Omnium Gatherum vuelva a parir otro "New World Shadows" o siquiera algo como "Beyond", pero "May the Bridges We Burn Light the Way" (2025) alivia un poco el temor de que se hundieran en un espiral de melodeath blando y sin alma. Es un disco de metal pegadizo y fácil de tragar, con canciones para no aburrir, aunque peca de insustancial y azucarado en muchos momentos, faltando esa pegada que los haga esenciales. En general, es un disco que recupera algo de peso y rabia, envuelto en ese pulido melódico que a veces roza lo empalagoso, pero al menos no cae en el vacío de "Origin”. A veces, siento que no conozco en absoluto a Omnium Gatherum después de tantos años...

© 2025 Lord Of Metal

Crítica: The Devil Wears Prada "Flowers"

The Devil Wears Prada se formaron en 2005 en Dayton, Ohio, y desde entonces han sido una banda clave en el metalcore, con lanzamientos que han marcado el post-hardcore. Su debut, "Dear Love: A Beautiful Discord" (2006), sentó las bases, y casi dos décadas después, siguen produciendo material que se mantiene en la vanguardia, pero sin grandes riesgos y abusando del azúcar. "Flowers" (2025) aborda temas como el duelo, las dificultades diarias y la recuperación, envueltos en un formato que intenta ser innovador, aunque no siempre lo logra del todo, siendo un esfuerzo sólido, pero sin llegar a revolucionar nada; más bien, repitiendo fórmulas conocidas con toques ocasionales de frescura que no terminan de destacar. Por otro lado, es justo decir que la producción es limpia, los arreglos están bien ejecutados, pero el conjunto se siente predecible en un panorama donde otras bandas como Bad Omens o Sleep Token están explorando terrenos más audaces, mientras The Devil Wears Prada se deciden a arrancar su último esfuerzo con el sampleado de una voz femenina, seguida de un interludio suave de piano y cuerdas, algo que no encaja del todo con el estilo post-hardcore habitual de la banda, pero que al menos intenta variar el tono del álbum desde su comienzo. 

"Where the Flowers Never Grow" regresa al sonido clásico de The Devil Wears Prada, con los gritos agudos de Hranica dominando sobre guitarras masivas, ritmos frenéticos y un enfoque que mezcla su agresividad con melodías. No es nada nuevo, solo una ejecución correcta que recuerda a sus inicios, sin agregar capas que eleven la canción por encima de lo estándar. Mientras que "Everybody Knows", "So Low" y "Ritual", mantienen esa línea tradicional: instrumentales explosivos, voces a dúo que atacan desde dos frentes, riffs aplastantes y texturas que llenan el espacio, pero sin momentos que queden grabados en la memoria. Es metalcore puro, con DePoyster y Sipress en las guitarras manejando bien la intensidad, y Capolupo en la batería manteniendo el pulso constante, aunque todo se siente repetitivo, como si la banda estuviera cumpliendo con “el manual del metalcoreta” en lugar de reescribirlo. "For You" es un single orientado al streaming que adopta un medio tempo melódico y un hard rock sin gancho, el tipo de tema que podría colarse en cualquier lista pero que, honestamente, no brilla; es accesible, pero carece de la pegada emocional que lo haría de verdad inolvidable. "The Sky Behind the Rain" sorprende como un experimento, con sampleados hablados que intentan darle profundidad al álbum, aunque el resultado resulta más curioso que conmovedor. Al igual que "Wave" es una balada supuestamente honesta donde Hranica parece abrirse emocionalmente, mostrando vulnerabilidad en una estructura minimalista que funciona como respiro, pero no alcanza el clímax catártico que una banda de su calibre podría entregar o el cierre con “My Paradise” apesta a dramón adolescente en unos músicos que ya peinan canas, sonando poco convincente.

Después de dos décadas en la escena, The Devil Wears Prada sigue siendo una fuerza estable en el metalcore, demostrando en "Flowers" (2025) que pretenden avanzar, aunque esta evolución sea más un ajuste que un salto, cuando mezclan composiciones tradicionales para contentar a los seguidores de siempre con experimentos que refrescan el álbum, pero el resultado termina siendo tibio, sin comprometerse del todo ni con lo radical ni con lo convencional. "Flowers" (2025) no es su mejor trabajo y ellos lo deben saber, es sólo un capítulo más en una discografía que mantiene el barco a flote; se escucha bien una vez, quizás dos, pero no genera la urgencia de querer volver a escucharlo frecuentemente; es sólido en ejecución, con músicos que saben su oficio –Hranica en la voz, DePoyster y Sipress en riffs precisos, Gering en texturas y Capolupo tras los parches–, pero flojo en su impacto emocional. La banda parece querer cerrar el ciclo de sus últimos discos con dignidad, aunque sea sin fuegos artificiales…

© 2025 Lord of Metal

Crítica: 1914 "Viribus Unitis"

En las profundidades del metal extremo, donde la historia se entreteje con la ferocidad de su sonido, emergen 1914 como un coloso ucraniano que transforma los ecos de la Gran Guerra en una sinfonía de devastación y humanidad. Su nuevo álbum, "Viribus Unitis" (2025), publicado en Napalm Records, no es un mero capítulo adicional en su trayectoria, sino una cumbre absoluta que redefine los límites del género. Desde el impacto inicial de "Esprit de Corps" (2016), la crudeza implacable de "The Blind Leading the Blind" (2018) y el apocalipsis narrativo de "Where Fear and Weapons Meet" (2021), la banda de Lviv ha diseccionado los horrores de 1914-1918 con una precisión quirúrgica y una pasión inquebrantable. Ahora, con Ditmar Kumarberg desatando growls que queman como gas mostaza, Witaly Wyhovsky y Oleksa Fisiuk forjando riffs como armaduras oxidadas en las guitarras, Armen Howhannisjan anclando con su bajo abismal y Rostislaw Potoplacht marcando el paso con baterías que suenan a desfiles fúnebres, narran la epopeya de un combatiente ucraniano en las filas austrohúngaras, desde el triunfo ilusorio hasta la mutilación, la cautividad y el espectro de la muerte. El lema imperial "Con Fuerzas Unidas" inspira un giro magistral: lejos del nihilismo puro de discos previos, palpitando la solidaridad entre soldados, un hilo de luz en la oscuridad que enriquece la temática sin perder brutalidad, en una mezcla de sludge oscurecido con death/doom que bebe de la marcha inexorable de Bolt Thrower, el gancho épico de Amon Amarth en "Fate of Norns" (2016) y la asfixia doom de Asphyx. Grabado en el contexto de la Ucrania actual, donde los miembros han enfrentado sombras similares, "Viribus Unitis" (2025) trasciende el entretenimiento para convertirse en un acto de resistencia cultural, amplificado por colaboraciones estelares como Aaron Stainthorpe de My Dying Bride (aunque todo apunte a que ya no tendrá nada que ver con ellos), Christopher Scott y Jérôme Reuter de Rammstein, cuyas voces añaden capas de intimidad y grandeza. La producción, cruda pero pulida, captura cada detalle con una claridad que hace tangible el barro y la sangre, posicionando a 1914 no solo como cronistas de la guerra, sino como poetas del alma humana fracturada en un panorama a menudo repetitivo, o que cae en la caricatura, como ocurre con Sabaton.

La estructura de "Viribus Unitis" (2025) se despliega como una novela gráfica en forma de metal, con cada pista funcionando como un capítulo en la saga del protagonista, donde los riffs de Witaly Wyhovsky y Oleksa Fisiuk actúan como puñales melódicos que alternan entre la agresión implacable y la melancolía etérea. El telón se levanta con "1914 (The Siege of Przemyśl)", que irrumpe con un riff melódico que evoca las sagas vikingas de Amon Amarth, pero teñido de un negro profundo que prepara el terreno para el asedio histórico; aquí, los coros del grupo, liderados por la voz rasgada de Ditmar Kumarberg, invocan la unidad de las tropas en el fragor de la batalla, creando un muro de sonido que es tan adictivo como devastador. "1915 (Easter Battle for the Zwinin Ridge)" acelera el pulso con su fusión de caos sludge y death doom, donde los tambores marciales de Rostislaw Potoplacht retumban como cañonazos, y las guitarras se entretejen, contrastando concon los growls infernales de Kumarberg, pintando un retrato de Pascua ensangrentada donde la fe y la furia se funden en un éxtasis metálico.  
Avanzando en la cronología bélica, "1917 (The Isonzo Front)" incorpora fragmentos de trincheras que transportan al oyente al frente italiano, con un sludge denso que se arrastra como el barro bajo las botas, interrumpido por explosiones de trémolo que liberan la tensión acumulada, todo ello orquestado por el bajo de Armen Howhannisjan que ancla la tormenta. Pero es en la tríptica "1918" donde el álbum alcanza su cénit emocional y técnico: "Pt. I" y "Pt. II" construyen una narrativa de colapso con riffs que suenan como el derrumbe de imperios, culminando en "Pt. III: ADE (A Duty to Escape)", un auténtico tour de force que incorpora las voces espectrales de Aaron Stainthorpe —el icónico cantante de My Dying Bride— en un diálogo interno con los gañidos de Kumarberg; una canción con atmósfera de fuga desesperada, que se erige como candidata absoluta a canción del año, un vórtice de melancolía y rabia que captura el alma fracturada del soldado con una precisión asombrosa. 

El cierre llega con "1919 (The Home Where I Died)", donde Jérôme Reuter despliega su narración tierna sobre un piano distorsionado que evoca el surrealismo postraumático, explicando el regreso espectral a un hogar que ya no existe; la línea sobre la niña que extiende la mano mientras el deber llama es un puñetazo al corazón, amplificado por los coros que disipan el humo de la guerra en una catarsis luminosa, en un álbum en el que cada tema, desde los interludios sonoros hasta las colaboraciones, contribuye a un flujo narrativo impecable. "Viribus Unitis" no solo consolida a 1914 como el pináculo del metal bélico, sino que lo transciende, convirtiéndose en un monumento a la resiliencia humana que resuena con una fuerza casi profética en estos tiempos turbulentos. Es un trabajo que eleva el género, inyectando alma donde otros solo gritan vacío, y que invita a reflexionar sobre la fraternidad como antídoto al horror —un mensaje que, viniendo de ucranianos que han vivido la guerra en carne propia, adquiere una autenticidad devastadora.
 
© 2025 Lord Of Metal

Crónica: Radiohead (Madrid) 04-08.10.2025

La euforia colectiva que envolvió Madrid durante cuatro noches inolvidables de noviembre, reafirmó mi sensación de estar viviendo un sueño; ¿Radiohead en pleno 2025 interpretando “Street Spirit (Fade Out)”? Radiohead, esa enigmática máquina de innovación británica liderada por el visionario Thom Yorke, regresaba a Madrid tras veintidós años con una gira que no era mera nostalgia, sino una reinvención audaz de su vasto catálogo, fusionando la rabia contenida de sus inicios con la introspección etérea de sus obras maestras. Pero, si bien sorprende que la banda al completo goce de tan buena salud, más me sorprendió la respuesta del público; cuando Radiohead firmaba "OK Computer" (1997) apenas llenaba una sala pequeña en la capital, su música era puramente alternativa (aquella a la música comercial) y, a pesar de su éxito entre la crítica, sus conciertos eran tan impredecibles como poco multitudinarios a primeros/mediados de los noventa. Por tanto, ¿qué ha ocurrido en los últimos veinte años para que Radiohead llene varias noches cualquier recinto e himnos improbables como “Lucky” sean coreados por decenas de miles de gargantas? Tengo una teoría que me gustaría compartir contigo, amable lector, recuerda que la primera que la has leído es en este humilde blog.

Discos como "OK Computer" (1997) o "Kid A" (2000), por mencionar únicamente dos, estaban tan adelantados a su momento que resultaba improbable que las masas los abrazaran en una época como la de su publicación; basta realizar el ejercicio de imaginar cómo sería si Radiohead los publicase ahora mismo, seguirían sonando plenamente actuales. Sin embargo, han pasado más de dos décadas desde que vieron la luz y aquella generación que los escuchó ha crecido y los ha incorporado a sus obras (como es el caso, por ejemplo, de Christopher Storer y la inclusión de “Let Down” en The Bear, amén de otras bandas como Pearl Jam o R.E.M.). Radiohead han pasado de ser una banda alternativa a hundir su influencia en lo más hondo de la cultura popular y si su propuesta artística ha calado y sigue siendo vigente es debido a que (a diferencia de U2 y el meme en el que parecen haberse convertido, por ejemplo), los conceptos de los que tratan (la alienación del ser humano, la esclavitud , los sistemas opresivos sociales, el control de la tecnología, la paranoia o el consumismo) sonaban marcianos hace veinte años, pero no ahora. En definitiva, que sesenta y cinco mil o setenta mil personas asistieran a un concierto de Radiohead en Madrid era imposible cuando eran una banda en activo, pero ahora su mensaje ha calado en una generación que los ha consumido como si fuesen una banda más de rock clásico. Por no mencionar que su ausencia de los escenarios ha incrementado la demanda de las entradas y varias generaciones que, a diferencia nuestra, no pudo disfrutarlos en su época dorada, han vaciado sus carteras. El resultado es una gira con todo vendido en pocos minutos y un histerismo colectivo que a muchos nos sigue sorprendiendo para cuatro conciertos en los que, a pesar del esfuerzo de la banda y la buena química sobre el escenario, el sonido del recinto dejó mucho que desear.

Desde el primer acorde el 4 de noviembre y “Let Down”, el aire se cargó de una electricidad palpable: miles de fans, de edades dispares y procedencias diversas, se congregaban bajo las luces parpadeantes de la arena, convertida en un templo moderno donde el rock alternativo trascendía fronteras y, más que nunca, es la alternativa a lo que suena en los servicios de streaming. Yorke, con su silueta desgarbada y esa voz que parece filtrarse desde un sueño distópico, emergía como un profeta, flanqueado por el inquieto Jonny Greenwood, cuya facilidad para cambiar de instrumento tejía texturas orquestales con la precisión de un alquimista, y el pulso inquebrantable de la sección rítmica conformada por Colin Greenwood en el bajo, Ed O'Brien en guitarras y percusiones electrónicas, y Phil Selway en la batería, cuya elegancia minimalista anclaba el caos armónico, ayudado por Chris Vatalaro (todo un acierto para muchas de la polimetrías de las canciones).

Cada noche, las puertas abrían a las seis de la tarde, permitiendo que la multitud se impregnara de un ambiente de anticipación febril, con vendedores ambulantes ofreciendo camisetas de "OK Computer" (1997) y "Kid A" (2000), y grupos de admiradores compartiendo anécdotas de conciertos pasados en festivales como el Primavera Sound. El 4 de noviembre, la apertura con "Let Down" –ese lamento flotante del "OK Computer" (1997)– estableció un tono de vulnerabilidad inmediata, mientras que el 5, con "2 + 2 = 5", inyectó un pulso político y urgente que resonaba con las tensiones globales del momento. El cambio de los repertorios, un sello distintivo de Radiohead, mantenía la frescura: fundamentalmente entre el primero y segundo día, con catorce cancioens diferentes. El dçia 7, "Planet Telex" de "The Bends" (1995) irrumpía como un himno de liberación juvenil, y el 8, "Airbag" aceleraba el corazón colectivo con su riff hipnótico. No era solo un concierto; era una comunión, donde las luces se hilvanaban con proyecciones abstractas de paisajes oníricos proyectados por el equipo visual de la banda, y el público, desde los asientos elevados hasta la pista, respondía con un rugido unificado que hacía vibrar las estructuras del recinto. Madrid, ciudad de contrastes pero también inminentemente incómoda en los últimos años, parecía haber sido elegida por Yorke y compañía para este ritual: las calles aledañas al antiguo Palacio de los Deportes –ahora Movistar Arena, antes WiZink y mañana Haagen-Dazs o vetetúasaber- se llenaban de peregrinos musicales, y el metro nocturno transportaba almas extasiadas, tarareando fragmentos de "Pyramid Song" bajo las luces fluorescentes. Y es que estas cuatro noches no solo celebraban treinta años de carrera, sino que reafirmaban a Radiohead como faro indiscutible en un panorama musical saturado de éxitos de usar y tirar, ofreciendo una experiencia inmersiva que borraba la línea entre artista y espectador, entre lo analógico y lo digital, en un 2025 donde la música en vivo se erige como último bastión de autenticidad humana, frente al uso de la inteligencia artificial en las artes y la estupidez natural en la pereza de aquellos que la prefieren frente al esfuerzo.

En el núcleo de estas noches legendarias, repertorios se desplegaban como tapices sonoros tejidos con hilos de genialidad, donde cada canción era un capítulo vivo de la odisea radioheadiana, interpretada con una maestría que elevaba lo conocido a lo sublime. El 4 de noviembre, tras la introspección inicial de "Let Down", el estallido de "2 + 2 = 5" de "Hail to the Thief" (2003) desató una tormenta de guitarras distorsionadas, con Jonny Greenwood manipulando su Martenot para infundir esos lamentos electrónicos que erizaban la piel, mientras Yorke, con su falsete rasgado, convocaba al público a corear esa ecuación matemática de la disidencia. La transición a "Sit Down. Stand Up." de "Hail to the Thief" (2003) era un mandato hipnótico, un groove funky que hacía oscilar cuerpos en una danza involuntaria, y "Bloom" de "The King of Limbs" (2011) emergía como un bosque sonoro, con las percusiones superpuestas de Phil Selway y Ed O'Brien creando un pulso tribal que parecía provenir de las entrañas de la tierra. 

"Lucky", mi favorita, ese diamante oculto del "OK Computer" (1997), se desplegaba con una delicadeza que contrastaba su urgencia lírica, Yorke susurrando versos sobre esperanza en medio de la oscuridad, respaldado por el bajo profundo de Colin que anclaba la emotividad. El clímax llegaba con "Ful Stop" del "A Moon Shaped Pool" (2016), una pieza de jazz dislocado donde la batería de Selway se volvía un vendaval controlado, y las capas sintéticas de Greenwood elevaban la canción a un éxtasis cósmico, no es casualidad que sonase todas las noches. El 5, la secuencia "The Bends" –el himno homónimo del álbum "The Bends" (1995)– seguido de "Jigsaw Falling Into Place" de "In Rainbows" (2007) era un puñetazo de nostalgia revitalizada: Yorke, bañado en luces azules, saltaba con una energía juvenil inusitada, mientras O'Brien tejía armonías vocales que multiplicaban la euforia. "All I Need" del "In Rainbows" (2007) descendía como una niebla envolvente, su crescendo orquestal haciendo que el Movistar Arena contuviera el aliento, mientras que "Nude", del mismo disc,o flotaba en un mar de reverberaciones, con Yorke evocando amores perdidos en un susurro que calaba hondo. "Reckoner" cerraba esa noche con su mantra percusivo, Greenwood en los teclados invocando espíritus ancestrales. 

Variaciones sutiles mantenían el pulso vivo: el 7, "The Gloaming" del "Hail to the Thief" (2003) inyectaba un jazz sombrío, Selway marcando un ritmo que parecía el latido de una ciudad en vigilia, seguido de "There There" con sus tambores rituales que unían al público en un trance colectivo. "No Surprises" del "OK Computer" (1997) fue un bálsamo, Yorke cantando con una ternura que desarmaba, y "Videotape" del "In Rainbows" (2007) se extendía en un solo de piano minimalista que dejaba un silencio reverencial. El 8 nos trajo "Separator" del "The King of Limbs" (2011), una gema subestimada donde las voces procesadas de la banda creaban un coro etéreo, y "Pyramid Song" del "Amnesiac" (2001) fluía como un río temporal, Greenwood en la guitarra eléctrica pintando remolinos sonoros. "You and Whose Army?" del "Amnesiac" (2001) sonó cada noche, un desafío juguetón, Yorke riendo entre versos, mostrándose tan cómodo como magistral, mientras "Idioteque" de "Kid A" (2000) explotaba en un torbellino electrónico donde la entropía se hizo audible: un sistema al borde del colapso, beats fragmentados y samplers en guerra que, en lugar de desintegrarse, se recombinaban en un clímax de paradójico orden, haciendo saltar a la multitud como si se tratase de una rave apocalíptica. Cada interpretación era impecable, con improvisaciones que honraban el legado experimental de la banda –de los fragmentos de "Kid A" (2000) a las texturas orquestales de "A Moon Shaped Pool" (2016)–, y los músicos, en su sinfonía de movimientos coordinados, recordaban por qué Radiohead no es solo una banda, sino un fenómeno sociológico que redefine el concierto como arte total.

Asistir a estas cuatro noches de éxtasis radioheadiano en Madrid fue un recordatorio visceral de cómo la música puede sanar fracturas invisibles en el alma contemporánea. En un mundo saturado de algoritmos impersonales y fugaces tendencias, Radiohead se erigen más que nunca como un bálsamo eterno, y estas noches en la Movistar Arena –a pesar de su horrible acústica– fueron un oasis. Thom Yorke, con su carisma magnético y su honestidad cruda, no solo cantaba; confesaba, y en cada nota de "Everything in Its Right Place" de "Kid A" (2000), que cerraba variaciones en las cuatro veladas, sentía cómo el universo se alineaba en un instante de paz trascendental, mientras que Jonny Greenwood, el cerebro inquieto, elevaba cada solo a poesía abstracta, capaz de quedarse ensimismado con su teclado o pulsarlo con la pala de su Telecaster. Si el rock es rebelión, aquí fue redención, porque en la era de la ansiada desconexión, Radiohead nos recuerdan que, juntos, todo –incluso el abismo– puede sonar como una sinfonía.


© 2025 Blogofenia
Thom Yorke/Jonny pic by © 2025 JoshuaMellin 

Crítica: Despised Icon “Shadow Work”

Despised Icon, el sexteto de Montreal formado por Alex Erian, Steve Marois, Eric Jarrin, Ben Landreville, Sebastien Plamondon y Alex Pelletier, se erigen como la realeza no oficial del deathcore sin necesidad de alardear. Su humildad canadiense les impide presumir, pero nadie puede discutir su trono. Mientras otras bandas persiguen producciones grandilocuentes y éxitos virales, o la putísima manía de meter con calzador orquestaciones enlatadas, Despised Icon mantienen una solidez inquebrantable y credenciales irreprochables. Desde sus clásicos iniciales como "The Healing Process" (2005) hasta los recientes torpedos como "Beast" (2016) o "Purgatory" (2019), han demostrado pureza de intención y resistencia ante la pereza estilística que, a menudo, se achaca al subgénero. No han conquistado el mundo, pero parece que tampoco les interesa; prefieren una relación distante con la fama. Mientras sus discípulos corren tras la gloria, los canadienses siguen adelante porque la brutalidad extrema no necesita caricias del mainstream. Su séptimo álbum, “Shadow Work” (2025), va dirigido a los puristas, a los que llevan toda la vida en esto y a cualquiera que busque metal extremo en su forma más cruda y sin diluir. ¿Deathcore? ¿Qué más da? Esto es metal.

En “Shadow Work” (2025), Despised Icon despliegan su potencia como los profesionales implacables que siempre han sido. Quienes hayan seguido al grupo durante las últimas dos décadas se sentirán en ese terreno visceral ya conocido, pero con una fuerza sónica y una producción intuitiva que eclipsan sus primeros lanzamientos. “Shadow Work” (2025) suena espectacular: brutal, pesado, enfocado y libre de trucos baratos. Lo fundamental es que siguen siendo los mejores compositores que el deathcore ha producido. Como indicaba líneas más arriba; sin adornos orquestales ni extravagancias sinfónicas, del arranque impactante al final implacable, “Shadow Work” (2025) sólo quiere golpear en el pecho a los seguidores de toda la vida. La canción homónima abre con agilidad, imprevisibilidad y una ferocidad admirable, resumiendo la carrera de Despised Icon, con originalidad y vitalidad fluyendo por sus venas creativas. El single reciente, "Over My Dead Body" es una joya: avanza eufórico sobre grooves colosales, con blasts feroces y breakdowns despiadados como receta estándar de los canadienses, vibrando con energía. Mientras que "Death Of An Artist" se aventura más, con aportes atmosféricos que contrarrestan la salvajada con precisión y riffs que cortan con una intensidad propia del death metal más brutal. "Corpse Pose" es un torbellino de furia, cargado de coros grupales y riffs blindados, candidato seguro a favorita en directo, con actitud gruñona, breakdowns malvados y una deuda evidente con Cannibal Corpse o Suffocation, casi nada. El ataque vocal dual de Alex Erian y Steve Marois alcanza cotas de potencia y locura inéditas; en "The Apparition", su química escupiendo veneno es todo un placer para cualquier amante de las emociones fuertes. Repleta de ecos black metal y dinámicas mortales, equilibra caos y control mientras Despised Icon aceleran a velocidades demenciales y machacan a medio tiempo hasta un breakdown casi cómico de lo exagerado que resulta, pero resulta allá donde otras bandas más cínicas evitarían estas recetas clásicas tan bien servidas, justo donde la autenticidad impregna todo lo que hacen: desde el grind a cámara lenta que convierte a "Reaper" en una emboscada hasta los arreglos que te introducen en el torbellino dark metal de "In Memoriam".

El resto pasa de la misma manera vibrante; "Omen Of Misfortune" es esquizofrénica, furiosa y salvaje; "Obsessive Compulsive Disaster" absurdamente veloz, anclada en diferentes cambios de tempo y coros demenciales, siendo el tema más salvaje de Despised Icon desde "Bad Vibes", mientras que "ContreCoeur", de menos de dos minutos, equivale a un navajazo sónico. Cerrando con "Fallen Ones": un motín sombrío y duro como el acero de riffs, guturales, guitarra española incluida (que, sorprendentemente, encaja a la perfección) y retorcidas dinámicas death metal que ridiculizan la idea de que el deathcore sea unidimensional por diseño, disgustándome únicamente el ‘fade out’ de producción para acabar semejante bestia de álbum en su última canción. “Shadow Work” (2025) demuestra que el género ha superado cualquier reserva que los detractores pudieran tener hace veinte años. Despised Icon siguen reinando y este álbum no solo consolida su legado, sino que lo expande con una maestría que inspira admiración absoluta; cada nota, cada blast, cada breakdown resuena con la pasión inquebrantable de quienes viven por y para el metal extremo.


© 2025 Lord of Metal

Crítica: Sabaton "Legends"

Sabaton han publicado su nuevo álbum, "Legends" (2025), con el sello Better Noise Music, y llega después de "The War to End All Wars" (2022), que fue un trabajo aceptable pero sin grandes sorpresas, como lleva siendo habitual en ellos. La banda sueca, liderada por Joakim Brodén en las voces, sigue con su fórmula habitual: canciones sobre figuras históricas y batallas, esta vez enfocadas en once personajes que consideran legendarios, como Genghis Khan, Julio César, Napoleón Bonaparte, Juana de Arco y Vlad el Empalador y, lógicamente, no hay un hilo conductor real, solo una recopilación dispersa de épocas y lugares que se unen por su estatus mítico. Siendo así, y durando cuarenta y cinco minutos, es lógico que el álbum se sienta algo inflado, comparado con lanzamientos mucho más breves y con hilo conductor, cuando las canciones mantienen el power metal directo de siempre, con riffs potentes y coros para cantar en conciertos, pero no hay ni una sola novedad que lo eleve de nivel. Es un paseo predecible por la historia, sin riesgos ni momentos que quiten el aliento, con una producción limpia, en la que destacan los teclados y coros pero, por desgracia, en un segundo plano demasiado discreto, esperando más pegada de la banda cuando soy testigo, en primera persona, cómo el nivel de Sabaton ha ido descendiendo en estudio y en directo, aunque siempre fiables, da toda la sensación de haber puesto la directa, dejando a Sabaton en una suerte de zona gris en la que, como Amon Amarth, podrían publicar veinte discos más o dejarlo mañana mismo y su aportación habría sido la misma. En resumen, "Legends" (2025), es un disco que cumple con lo básico, pero no dejará una huella duradera.

Desde el despegue con "Templars", un tema que captura la esencia épica de Sabaton desde el principio, con riffs memorables y un coro robusto que invita a corear sobre los guerreros de Dios en las Cruzadas, el disco anuncia los derroteros que tomará a lo largo de sus canciones. Es sólido, aunque no trae nada fresco, y establece un tono que el resto de composiciones intentará seguir con éxito desigual. En "A Tiger Among Dragons", dedicada a Lü Bu, el general volador de la antigua China; las cosas se desinflan rápido, con riffs reciclados de temas pasados y una estructura aburrida que lo convierte en puro relleno, especialmente al estar entre dos pistas más fuertes como “Hordes Of Khan” y "Crossing the Rubicon", levantando el ánimo de inmediato, contando la decisión de Julio César con un riff ideal para menear la cabeza y un estribillo pegadizo que encaja a la perfección con las letras sobre cruzar el río y lanzar los dados: Sabaton en estado puro, directo y efectivo, aunque predecible. "I, Emperor" rinde homenaje a Napoleón Bonaparte, con un groove galopante impulsado por los teclados de Johansson y coros de fondo que discurren hacia un coro enérgico pero repetitivo, funcional para el estilo de la banda que, aunque no pega con la misma fuerza, cuela. "Impaler" mezcla a Vlad el Empalador con el mito de Drácula, y aunque la banda misma lo ve como algo tonto, tiene energía suficiente en versos lentos que crecen hacia un clímax muy pegadizo con Joakim Brodén dándole un toque teatral que salva lo pueril del concepto. Mientras "The Cycle of Songs" se corona en el álbum como la pista más larga, alternando estados de ánimo más pesados a melódico con ascensos y descensos en la estructura, robando, para colmo, un poco de "Impaler" en sus estrofas y estribillo. Aporta algo de variedad frente a la estructura verso-estribillo-solo-estribillo tan estándar de las demás canciones, pero no llega a ser memorable. 

Al final, "Legends" es un disco tibio que no decepciona del todo, pero tampoco entusiasma como los mejores de Sabaton. Es una excusa para volver al escenario en donde algunas de sus canciones brillarán con más lustre pero no de ser un ejercicio de pura y dura rutina, como si los suecos, en lugar de entrar al estudio repletos de ilusión, lo hiciesen fichando en una oficina. Además, su extensión lo hace aún más pesado y comparado con "The War to End All Wars" (2022), baja un peldaño en su impacto. Joakim Brodén y el resto mantienen la entrega vocal y la energía, pero el conjunto carece de esa magia y estribillos que a uno le hagan querer volver a escucharlo. Si buscas power metal histórico sin complicaciones, aquí hay material decente; si no, pasa de largo y emplea tu tiempo en algo mejor.

© 2025 Lord of Metal
pic by © 2025 Steve Bright

Crítica: Soulfly "Chama"

Soulfly, la banda del visionario Max, ha forjado un camino legendario en la escena extrema durante décadas, con raíces profundas entre el thrash y el groove que se remontan a sus días gloriosos en Sepultura. Desde su fundación hace más de dos décadas, Soulfly han publicado trece discos que fusionan ritmos tribales amazónicos con la ferocidad del metal pesado, creando un sonido inconfundible que resuena como una llamada ancestral a la rebelión y la espiritualidad. En "Chama" (2025), Max cede el timón creativo a su talentoso hijo Zyon Cavalera, quien asume el rol de baterista y productor, infundiendo una frescura revitalizante que eleva la esencia primitiva de la banda a nuevas alturas de intensidad. Este álbum, cuyo título en portugués evoca la llama indomable del espíritu humano, gira en torno a un concepto poderoso: la odisea de un joven que sobrevive al caos de las favelas brasileñas, escapando hacia la selva amazónica para reconectar con sus raíces indígenas y encender el fuego interior que lo transforma en un guerrero. Esta narrativa no es una simple anécdota; es el reflejo de la trayectoria del propio Max, quien ha explorado temas de identidad cultural y resistencia desde sus inicios, como se evidencia en clásicos como "Soulfly" (1998) o "Primitive" (2000), pero aquí se destila con una madurez que hace de "Chama" (2025) un testimonio vivo de evolución. Con colaboraciones estelares que incluyen a Dino Cazares de Fear Factory en "No Pain = No Power", Todd Jones de Nails en "Nihilist", Michael Amott de Arch Enemy en "Ghenna", y las voces de Ben Cook de No Warning junto a Gabe Franco de Unto Others, el disco es todo un banquete de talento. Igor Amadeus Cavalera toca el bajo con precisión, mientras que Mike DeLeon, conocido por su trabajo en Flesh Hoarder y Philip H. Anselmo & The Illegals, desata riffs que cortan como machetes en la jungla de Soulfly. Comparado con predecesores como "Totem" (2022), que ya había endurecido el enfoque tras la salida de Marc Rizzo, "Chama" (2025) profundiza en un abismo industrial más oscuro, reminiscentes de la atmósfera sludge de Ministry en "Filth Pig" (1996), pero con un pulso tribal que late como el corazón de la Amazonia. 

Sus canciones despliegan una galería de himnos feroces que capturan la esencia de la supervivencia urbana y el renacer selvático, comenzando con la explosiva "Storm the Gates", donde Max Cavalera ruge con una vitalidad inquebrantable, exhortando "Fight the power, fight the greed" en un estribillo que incita a la revuelta colectiva, respaldado por los redobles furiosos de Zyon que simulan truenos en la tormenta. Esta pista inicial, tras la introducción “Indigenous Inquisition”, establece el tono agresivo, fusionando momentos más pesados con percusión indígena que evoca rituales chamánicos y, por qué no decirlo, la época más comercial de Sepultura, siendo un testimonio de cómo la banda ha refinado su groove para hacerlo más conciso y demoledor. "Ghenna" irrumpe con un peso industrial que aplasta el alma, donde los riffs de Mike DeLeon se entrelazan con los leads afilados de Michael Amott, creando un vórtice de oscuridad que representa el infierno de las favelas; aquí, la voz gutural de Max se eleva como un lamento, mientras Igor Amadeus Cavalera ancla el caos con un bajo que retumba como un terremoto subterráneo, haciendo de esta canción un pico de intensidad que deja al oyente exhausto y eufórico. Siguiendo esta línea, "Favela/Dystopia" pinta un retrato distópico magistral, incorporando samplers ambientales que evocan el bullicio opresivo de los barrios marginales brasileños, y transita hacia explosiones de thrash que recuerdan la crudeza de "Ritual" (2002), pero con un matiz más maduro y cinematográfico que transforma el dolor en catarsis. "Black Hole Scum" profundiza en el sludge con influencias de los noventa, donde los tambores de Zyon martillean con espíritu salvaje, y Max desata versos que destilan indignación justa, convirtiéndola en un himno para los marginados que buscan redención. 

No menos impactante es "No Pain = No Power", elevada por la presencia de Dino Cazares, cuya guitarra añade capas de agresión cibernética reminiscentes de "Aggression Continuum" (2021) de Fear Factory, fusionando el groove tribal de Soulfly con un filo mecánico que acelera el pulso y celebra la resiliencia humana. "Nihilist" trae la ferocidad cruda de Todd Jones, inyectando un nihilismo punk que choca contra los elementos étnicos del disco, resultando en un torbellino de mosh que honra la herencia grindcore sin sacrificar la melodía sutil. Mientras tanto, "Soulfly XIII" ofrece un interludio de cuatro minutos puramente percusivo que resalta la maestría de Zyon en patrones rítmicos complejos, evocando danzas tribales que conectan con el espíritu de "Prophecy" (2004). Canciones como "Always Was, Always Will Be" extienden esta exploración con introducciones extendidas que construyen tensión como una fogata crepitante, culminando en coros épicos que afirman la eternidad de la lucha, y el cierre homónimo "Chama" libera toda la llama acumulada en una outro que se desvanece como ecos en la selva, dejando una huella indeleble. Dando toda la sensación de que "Chama" (2025) es una declaración ardiente y como Soulfly permanece como una fuerza imparable en el metal extremo, destilando décadas de pasión en un fuego controlado que ilumina el camino para generaciones futuras. Aunque su brevedad podría dejar con ganas de más a quien busque excesos, esta concisión es precisamente su fortaleza, permitiendo que cada riff y grito impacte con precisión.

© 2025 Lord Of Metal