Crónica: Radiohead (Madrid) 04-08.10.2025

La euforia colectiva que envolvió Madrid durante cuatro noches inolvidables de noviembre, reafirmó mi sensación de estar viviendo un sueño; ¿Radiohead en pleno 2025 interpretando “Street Spirit (Fade Out)”? Radiohead, esa enigmática máquina de innovación británica liderada por el visionario Thom Yorke, regresaba a Madrid tras veintidós años con una gira que no era mera nostalgia, sino una reinvención audaz de su vasto catálogo, fusionando la rabia contenida de sus inicios con la introspección etérea de sus obras maestras. Pero, si bien sorprende que la banda al completo goce de tan buena salud, más me sorprendió la respuesta del público; cuando Radiohead firmaba "OK Computer" (1997) apenas llenaba una sala pequeña en la capital, su música era puramente alternativa (aquella a la música comercial) y, a pesar de su éxito entre la crítica, sus conciertos eran tan impredecibles como poco multitudinarios a primeros/mediados de los noventa. Por tanto, ¿qué ha ocurrido en los últimos veinte años para que Radiohead llene varias noches cualquier recinto e himnos improbables como “Lucky” sean coreados por decenas de miles de gargantas? Tengo una teoría que me gustaría compartir contigo, amable lector, recuerda que la primera que la has leído es en este humilde blog.

Discos como "OK Computer" (1997) o "Kid A" (2000), por mencionar únicamente dos, estaban tan adelantados a su época que resultaba improbable que las masas los abrazaran en una época como la de su publicación; basta realizar el ejercicio de imaginar cómo sería si Radiohead los publicase ahora mismo, seguirían sonando plenamente actuales. Sin embargo, han pasado más de dos décadas desde su publicación y aquella generación que los escuchó han crecido y los han incorporado a sus obras (como es el caso, por ejemplo, de Christopher Storer y la inclusión de “Let Down” en The Bear, amén de otras bandas como Pearl Jam o R.E.M.). Radiohead han pasado de ser una banda alternativa a hundir su influencia en lo más hondo de la cultura popular y si su propuesta artística ha calado y sigue siendo vigente es debido a que (a diferencia de U2, por ejemplo), los conceptos de los que tratan (la alienación del ser humano, la esclavitud , los sistemas opresivos sociales, el control de la tecnología, la paranoia o el consumismo) sonaban marcianos hace veinte años, pero no ahora. En definitiva, que sesenta y cinco mil o setenta mil personas asistieran a un concierto de Radiohead en Madrid era imposible cuando eran una banda en activo, pero ahora su mensaje ha calado en una generación que los ha consumido como si fuesen una banda más de rock clásico. Por no mencionar que su ausencia de los escenarios ha incrementado la demanda de las entradas y varias generaciones que, a diferencia nuestra, no pudo disfrutarlos en su época dorada. El resultado es una gira con todo vendido en pocos minutos y un histerismo colectivo que a muchos nos sigue sorprendiendo para cuatro conciertos en los que, a pesar del esfuerzo de la banda y la buena química sobre el escenario, el sonido del recinto dejó mucho que desear.

Desde el primer acorde el 4 de noviembre y “Let Down”, el aire se cargó de una electricidad palpable: miles de fans, de edades dispares y procedencias diversas, se congregaban bajo las luces parpadeantes de la arena, convertida en un templo moderno donde el rock alternativo trascendía fronteras y, más que nunca, es la alternativa a lo que suena en los servicios de streaming. Yorke, con su silueta desgarbada y esa voz que parece filtrarse desde un sueño distópico, emergía como un profeta, flanqueado por el inquieto Jonny Greenwood, cuya facilidad para cambiar de instrumento tejía texturas orquestales con la precisión de un alquimista, y el pulso inquebrantable de la sección rítmica conformada por Colin Greenwood en el bajo, Ed O'Brien en guitarras y percusiones electrónicas, y Phil Selway en la batería, cuya elegancia minimalista anclaba el caos armónico, ayudado por Chris Vatalaro (todo un acierto para muchas de la polimetrías de las canciones).

Cada noche, las puertas abrían a las seis de la tarde, permitiendo que la multitud se impregnara de un ambiente de anticipación febril, con vendedores ambulantes ofreciendo camisetas de "OK Computer" (1997) y "Kid A" (2000), y grupos de admiradores compartiendo anécdotas de conciertos pasados en festivales como el Primavera Sound. El 4 de noviembre, la apertura con "Let Down" –ese lamento flotante del "OK Computer" (1997)– estableció un tono de vulnerabilidad inmediata, mientras que el 5, con "2 + 2 = 5", inyectó un pulso político y urgente que resonaba con las tensiones globales del momento. El cambio de los repertorios, un sello distintivo de Radiohead, mantenía la frescura: fundamentalmente entre el primero y segundo día, con catorce cancioens diferentes. El dçia 7, "Planet Telex" de "The Bends" (1995) irrumpía como un himno de liberación juvenil, y el 8, "Airbag" aceleraba el corazón colectivo con su riff hipnótico. No era solo un concierto; era una comunión, donde las luces se hilvanaban con proyecciones abstractas de paisajes oníricos proyectados por el equipo visual de la banda, y el público, desde los asientos elevados hasta la pista, respondía con un rugido unificado que hacía vibrar las estructuras del recinto. Madrid, ciudad de contrastes pero también inminentemente incómoda en los últimos años, parecía haber sido elegida por Yorke y compañía para este ritual: las calles aledañas al antiguo Palacio de los Deportes –ahora Movistar Arena, antes WiZink y mañana Haagen-Dazs o vetetúasaber- se llenaban de peregrinos musicales, y el metro nocturno transportaba almas extasiadas, tarareando fragmentos de "Pyramid Song" bajo las luces fluorescentes. Y es que estas cuatro noches no solo celebraban treinta años de carrera, sino que reafirmaban a Radiohead como faro indiscutible en un panorama musical saturado de éxitos de usar y tirar, ofreciendo una experiencia inmersiva que borraba la línea entre artista y espectador, entre lo analógico y lo digital, en un 2025 donde la música en vivo se erige como último bastión de autenticidad humana, frente al uso de la inteligencia artificial en las artes y la estupidez natural en la pereza de aquellos que la prefieren frente al esfuerzo.

En el núcleo de estas noches legendarias, repertorios se desplegaban como tapices sonoros tejidos con hilos de genialidad, donde cada canción era un capítulo vivo de la odisea radioheadiana, interpretada con una maestría que elevaba lo conocido a lo sublime. El 4 de noviembre, tras la introspección inicial de "Let Down", el estallido de "2 + 2 = 5" de "Hail to the Thief" (2003) desató una tormenta de guitarras distorsionadas, con Jonny Greenwood manipulando su Martenot para infundir esos lamentos electrónicos que erizaban la piel, mientras Yorke, con su falsete rasgado, convocaba al público a corear esa ecuación matemática de la disidencia. La transición a "Sit Down. Stand Up." de "Hail to the Thief" (2003) era un mandato hipnótico, un groove funky que hacía oscilar cuerpos en una danza involuntaria, y "Bloom" de "The King of Limbs" (2011) emergía como un bosque sonoro, con las percusiones superpuestas de Phil Selway y Ed O'Brien creando un pulso tribal que parecía provenir de las entrañas de la tierra. 

"Lucky", mi favorita, ese diamante oculto del "OK Computer" (1997), se desplegaba con una delicadeza que contrastaba su urgencia lírica, Yorke susurrando versos sobre esperanza en medio de la oscuridad, respaldado por el bajo profundo de Colin que anclaba la emotividad. El clímax llegaba con "Ful Stop" del "A Moon Shaped Pool" (2016), una pieza de jazz dislocado donde la batería de Selway se volvía un vendaval controlado, y las capas sintéticas de Greenwood elevaban la canción a un éxtasis cósmico, no es casualidad que sonase todas las noches. El 5, la secuencia "The Bends" –el himno homónimo del álbum "The Bends" (1995)– seguido de "Jigsaw Falling Into Place" de "In Rainbows" (2007) era un puñetazo de nostalgia revitalizada: Yorke, bañado en luces azules, saltaba con una energía juvenil inusitada, mientras O'Brien tejía armonías vocales que multiplicaban la euforia. "All I Need" del "In Rainbows" (2007) descendía como una niebla envolvente, su crescendo orquestal haciendo que el Movistar Arena contuviera el aliento, mientras que "Nude", del mismo disc,o flotaba en un mar de reverberaciones, con Yorke evocando amores perdidos en un susurro que calaba hondo. "Reckoner" cerraba esa noche con su mantra percusivo, Greenwood en los teclados invocando espíritus ancestrales. 

Variaciones sutiles mantenían el pulso vivo: el 7, "The Gloaming" del "Hail to the Thief" (2003) inyectaba un jazz sombrío, Selway marcando un ritmo que parecía el latido de una ciudad en vigilia, seguido de "There There" con sus tambores rituales que unían al público en un trance colectivo. "No Surprises" del "OK Computer" (1997) fue un bálsamo, Yorke cantando con una ternura que desarmaba, y "Videotape" del "In Rainbows" (2007) se extendía en un solo de piano minimalista que dejaba un silencio reverencial. El 8 nos trajo "Separator" del "The King of Limbs" (2011), una gema subestimada donde las voces procesadas de la banda creaban un coro etéreo, y "Pyramid Song" del "Amnesiac" (2001) fluía como un río temporal, Greenwood en la guitarra eléctrica pintando remolinos sonoros. "You and Whose Army?" del "Amnesiac" (2001) sonó cada noche, un desafío juguetón, Yorke riendo entre versos, mostrándose tan cómodo como magistral, mientras "Idioteque" de "Kid A" (2000) explotaba en un torbellino electrónico donde la entropía se hizo audible: un sistema al borde del colapso, beats fragmentados y samplers en guerra que, en lugar de desintegrarse, se recombinaban en un clímax de paradójico orden, haciendo saltar a la multitud como si se tratase de una rave apocalíptica. Cada interpretación era impecable, con improvisaciones que honraban el legado experimental de la banda –de los fragmentos de "Kid A" (2000) a las texturas orquestales de "A Moon Shaped Pool" (2016)–, y los músicos, en su sinfonía de movimientos coordinados, recordaban por qué Radiohead no es solo una banda, sino un fenómeno sociológico que redefine el concierto como arte total.

Asistir a estas cuatro noches de éxtasis radioheadiano en Madrid fue un recordatorio visceral de cómo la música puede sanar fracturas invisibles en el alma contemporánea. En un mundo saturado de algoritmos impersonales y fugaces tendencias, Radiohead se erigen más que nunca como un bálsamo eterno, y estas noches en la Movistar Arena –a pesar de su horrible acústica– fueron un oasis. Thom Yorke, con su carisma magnético y su honestidad cruda, no solo cantaba; confesaba, y en cada nota de "Everything in Its Right Place" del "Kid A" (2000), que cerraba variaciones en las cuatro veladas, sentía cómo el universo se alineaba en un instante de paz trascendental, mientras que Jonny Greenwood, el cerebro inquieto, elevaba cada solo a poesía abstracta, capaz de quedarse ensimisma con su teclado o pulsarlo con la pala de su Telecaster. Si el rock es rebelión, aquí fue redención, porque en la era de la ansiada desconexión, Radiohead nos recuerdan que, juntos, todo –incluso el abismo– puede sonar como una sinfonía.


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