Crítica: Florence + The Machine "Dance Fever"

Cuando escucho “Dance Fever” siento lo mismo que cuando leo Orlando, escuchar a Welch, sumergirte en su mundo es atravesar tres siglos; de los cuadros de Waterhouse, de las flores de Woolf, las vaporosos vestidos ingleses del diecinueve, hadas y otoñales paisajes de la campiña inglesa mezclándose con olores y sabores y ese influjo modernista que la de Camberwell parece insistentemente querer representar no sólo en “Dance Fever”, con la ayuda del artista Autumn de Wilde, sino como constante en su carrera, desde “Lungs” (2009), pasando por el sintético “Ceremonials” (2011) y aquel en el que la estética parecía presentarnos a una artista muy diferente, pero en directo recuperábamos todo su sabor, "How Big, How Blue, How Beautiful" (2015) o el notable “High As Hope” (2018) que, a pesar de una obra de arte como “Hunger”, no caló en mi como debiera. Pues bien, la pandemia y la catarsis liberadora de querer bailar incluso cuando te quieres morir por dentro, ha logrado que, con sus defectos, Florence haya grabado quizá el álbum más completo de su carrera con The Machine. No afirmo que “Dance Fever” sea la obra por la que sea recordada o piedra angular de su discografía, mucho ojo, sino aquella en la que la inglesa agita sin mezclar, como Connery, todos los ingredientes que la hacen grande, a saber; su voz en primer lugar, su personalidad y unas letras que diseccionan nuestros problemas diarios pero capaz de empatizar con cualquier ser humano con un mínimo de sensibilidad, arreglos corales, palmas, susurros, estallidos de júbilo, rotundas percusiones, arreglos de cuerda y teclados, sintetizadores, la coreomanía como solución a los problemas del mundo y no un trastorno, las bolsas de té que se quedan frías pero da gusto beber igualmente, las coronas de flores, las composiciones de Alfons Mucha, un poema de Plath, Ofelia y Shalott, el prerrafaelismo y el simbolismo, claro, con coronas de flores en pelos enmarañados y campos de asfódelos, en un álbum cuya ensalada de productores ha logrado el efecto de un bonito collage y no el desnorte que se le podría haber presupuesto, logrando que cuando lo oigas sientas un auténtico orgasmo directo a tu membrana basilar.

“King” abre sobre una percusión magnífica, sencilla pero efectiva, sobre la que baila la voz de Florence, repitiendo insistentemente; “I am no mother, I am no bride, I am king”, redefiniendo un papel, pero también otorgándole uno sin género alguno. Una canción en la que su voz se muestra triunfante, no sólo cuando mantiene el clímax sino también cuando susurra y se muestra ronca, cuando vocaliza en voz baja, lejos de su altísimo y característico registro, cerrando entre arreglos de cuerda. Un comienzo magnífico que prepara para “Free” y su inicio con una batería que suena más cercana a una producida por Martin Hannett que a lo que estamos acostumbrado; la canción funciona como una auténtica bomba liberadora porque el crescendo es ella quien lo articula y sólo en la recta final, son The Machine quienes entran y logran acelerar la canción, además de dotarla de más pegada.

Es por eso que “Back In Town” parece desnuda, porque abre únicamente con la voz de Florence, cantando; “Never really been alive before, I always lived in my head and sometimes it was easier” y el único despegue de la canción sea coral, con arreglos sutiles hasta “Girls Against God” y un tono acústico que no abandonará el álbum; “Dream Girl Evil” peca de repetitiva, una pena porque la melodía de las estrofas parece construir algo muy diferente de lo que realmente es su estribillo, manteniendo la tensión pero sin encontrar su solución. Algo parecido a lo que ocurre en la lúgubre “Prayer Factory”, sometiendo a la parte central del disco a la tibieza de la que saldremos con la decimonónica “Heaven Is Here” y la sensación de estar en un aquelarre, a medio camino entre el folk y lo tribal, precedida de la bonita “Cassandra” o una delicada, pero inane, “Daffodil”.

Suerte que Florence parece resurgir con “My Love”, que podría haber formado parte de “Ceremonials” y contagia de ese espíritu dance a la recta final del álbum, mientras Welch parece cantar como un mantra; “So tell me where to put my love. Do I wait for time to do what it does? I don't know where to put my love”, último coletazo de “Dance Fever”, que parece desvanecerse entre “Restraint”, “The Bomb” y “Morning Elvis”, una triada a modo de coda que despide el álbum con gusto, pero lejos de lo que podríamos esperar. Consciente de las limitaciones, de las canciones que tardan en entrar y aquellas que no están al nivel de esas que deslumbran desde la primera escucha, me resulta imposible no volver una y otra vez al disco de Florence y no caer rendido ante su talento.

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