Crítica: Bon Iver "22, A Million"

Al final resulta que era tan hipócrita como los lectores que aguantan, día tras día, algunas de mis críticas y, aunque escuchaba tanta música como siempre había afirmado, mis oídos no toleraban casi ningún sonido publicado posteriormente a los noventa y cuando quería encontrar algo de consuelo siempre recurría a los sesenta y, más en concreto, a los setenta. No es que no le vea el punto a Father John Misty y su pretendidamente original actitud vital –entre la jeta más apabullante del vividor y el desahogo esnob más surrealista y artie- a Bright Eyes hace muchos años, a un trobador como el gran Ryan Adams (al cual reconozco que verle en directo durante la gira de “Gold” fue casi una epifanía) o demás moderneces como Justice o Timbaland, no. Es que cada vez que buscaba refugio siempre acudía a Dylan –siempre Dylan-, Neil Young, Leonard Cohen o Tom Waits, buscaba en los surcos de “Tonight's the Night” y me amparaba en “Pink Moon” con el único capricho ya también rancio de un “Kid A” de madrugada. Es por eso que cuando descubrí “For Emma, Forever Ago” (2007), como casi todo el mundo que ahora adora o reniega de Bon Iver, y fue ascendido a los altares del indie folk por una parroquia de modernetes que siempre he repudiado y su definitiva consagración con “Bon Iver, Bon Iver” (2011), entendí que su música no era para mí. No sabía muy bien por qué sus canciones me gustaban pero no me habían terminado de llegar y, por muy esnob que suene; su audiencia me repelía tantísimo como el personaje, así que no tuve más remedio que alejarme y dejar que NME o Pitchfork se deshiciesen en elogios. Pero también es verdad que puedo prometer y prometo no reírme nunca más de un eufemismo tan absurdo como el del “disco de muchas escuchas” cuando en realidad queremos referirnos a una obra infumable o de difícil digestión porque es lo que me ha ocurrido con “22, A Million”.

El concepto de artista torturado es un cliché y en muchas ocasiones tan sólo sirve para transformar en personajes a seres humanos corrientes y molientes cuyas obras no poseen la suficiente enjundia por sí misma como para aguantar los envites del paso del tiempo y el juicio del propio público. ¿Justin Vernon sufriendo mal de amores, pánico escénico, aversión a la fama? ¿Disfrutando de eternos maratones de series como “Doctor en Alaska”, encerrado en una cabaña, perdida en el monte, devorando Häagen-Dazs de vainilla con nueces de Macadamia? ¡Vamos, contadme algo nuevo o no tan mundano porque esa podría haber sido mi propia historia o, posiblemente, la del lector que posa su vista sobre estas líneas! ¿Qué hay de nuevo en todo eso? Es más, cuando vi los títulos de las canciones; "22 (OVER S∞∞N)", "10 d E A T h b R E a s T ⚄ ⚄" o “21 M◊◊N WATER" y leí sobre el proceso de deconstrucción de estas o escuché algún adelanto con el dichoso Auto-Tune usado hasta el paroxismo como esos mediocres que creen que rociar cualquier carne con Pedro Ximénez es todo un signo de distinción o innovación, no pude sentir menos pereza por “22, A Million”.

Y, sin embargo, un buen día me encontré a solas en un hotel y aquel disco me llamaba poderosamente desde mi reproductor, me puse los cascos y, por muy cursi que pueda parecerle a cualquiera que me lea, sentí que esas canciones eran inoculadas en mi organismo y creía comprender lo que Vernon trataba de decirnos. ¿Me había vuelto loco? No, había llegado el momento de escuchar de verdad “22, A Million” y no de escribir una crítica a vuelapluma, con prisas y menos ganas, tan sólo para cubrir el lanzamiento y ganar algunas visitas con no sé muy bien qué propósito a estas alturas. Así pasé varios días, casi en completo aislamiento por motivos de trabajo, escuchando únicamente este disco y creédme que tengo un buen par de Teras con toda la obra de Young y Dylan entre otras toneladas de música pero no, mi corazón me pedía “22, A Million”.

Muchos colegas defenestraron el disco en pocas horas, ¿le dieron el tiempo que se merecía? La mayor parte de ese público que no ha sabido apreciar “22, A Million” porque no lo ha entendido o no ha querido arriesgarse es precisamente la que le pide riesgo al propio Bon Iver, ¿no es ridículo? “Esto terminará pronto” reza “22 (OVER S∞∞N)”, una canción que se despereza y que utiliza esa frase, a modo de mantra, para desbloquearnos. ¿Miedo a los efectos del éxito, a la ansiedad de la cantidad de expectativas puestas en uno mismo? Bon Iver las desmonta con esta primera canción; nos recuerda nuestra vulnerabilidad y lo temporal de todo hecho y, por todos es sabido, que una vez nos liberamos de casi cualquier opresión y entendemos la mortalidad de nuestra realidad es justo cuando no tenemos nada que perder.

Y así parece en “10 d E A T h b R E a s T ⚄ ⚄” con ese falsete oculto tras capas de percusión y el sampler de “Wild Heart” mientras el Dylan del “Blonde on Blonde” se viste con las ropas de Radiohead y Bon Iver tiñe a los de Oxford con los colores otoñales y la matería prima de los secretos de “Vespertine” (2001) de Björk. ¿Es Kanye West? No, es Bon Iver deconstruyendo su propio tono gracias a un masivo uso del Auto-Tune en “715 - CR∑∑KS” en la que logra parir una de las melodías más bonitas de todo el álbum mientras su voz intenta romper la burbuja tecnológica e incluso creemos sentir ese titubeo analógico inequívoco de una cinta de casette pasada de escuchas. Sin embargo, tras una genialidad de ese tamaño, “33 „GOD‰” nos romperá con su vulnerabilidad en una de las canciones más sensibles que le he escuchado a Bon Iver sino fuese por la continuación con “29 #Strafford APTS” o la minimalista y maravillosa “666 ʇ” con camplers de “Standing In The Need Of Prayer” y un ritmo construido con mimo por la intensidad.

“21 M◊◊N WATER” es puro ambient que servirá de pasaje a “8 (circle)”, puro soul, o el jazz de baratillo (dicho con todo el cariño del mundo) a 8 bites que parece “____45_____” y una despedida por todos los Neil Young del universo con “00000 Million” en la que parece que somos testigos del auténtico deshielo y entendemos aquello “esto terminará pronto…” de “22 (OVER S∞∞N)”. Leerme escribiendo que es un disco al que hay que darle tiempo o escuchas es tan absurdo o más que verme escuchándolo una y otra vez en diferentes ciudades y siempre esperando la próxima ocasión como si de un Bill Murray de segunda me tratase y estuviese permanentemente perdido en Tokio pero es la primera vez que conecto a un nivel emocional semejante con un álbum que soy capaz de escuchar de un tirón, sin saltarme ni una sola canción. Amigos míos, de canciones así es de lo que se componen los sueños o, mucho mejor, la vida…

© 2016 Jim Tonic