RADIOHEAD en Madrid

Cuatro noches para el delirio...

Crítica: Florence + The Machine "Everybody Scream"

Florence Welch regresa con "Everybody Scream" (2025), un álbum que se erige como un monumento visceral y catártico en su discografía, una nada desdeñable cuando incluye joyas como "Lungs" (2009), "Ceremonials" (2011) y "How Big, How Blue, How Beautiful" (2015). Producido en colaboración con Aaron Dessner de The National, James Ford y Danny L. Harle, nace de las cenizas de una experiencia traumática: un embarazo ectópico complicado que llevó a Welch a una cirugía de emergencia en su gira de 2023, rozando la muerte de manera aterradora. Lejos de hundirse en la oscuridad, Welch transforma ese abismo en un grito liberador, un himno a la resiliencia que fusiona el teatro operístico de sus inicios con una madurez introspectiva que la posiciona como la superviviente indiscutible que es, reinando con una actitud regia. "Everybody Scream" (2025) abandona el frenesí bailable de "Dance Fever" (2022) para transitar un territorio más crudo, donde la euforia choca contra el desespero en una danza mística que evoca brujería pagana, referencias a la mística medieval y guiños pop a iconos como Buffy cazavampiros, de la profundidad a lo superfluo, sin perder credibilidad en un disco en el que la voz de Welch —esa fuerza sobrenatural que capaz de susurrar un secreto en un festival pero rugir como una tormenta al instante— se erige como protagonista absoluta, acompañada por contribuciones estelares: los riffs de Mark Bowen de Idles, las texturas electrónicas de Harle y hasta la delicadeza etérea de Mitski en coros que elevan el todo a lo divino en una producción impecable que confirma a Welch como la heredera espiritual de Kate Bush o PJ Harvey, una obra maestra que celebra la vida en su forma más salvaje y poética, un bálsamo para quienes han bailado al borde del abismo.

La apertura con "Everybody Scream" establece de inmediato el tono de este viaje: un órgano siniestro y un coro espectral dan paso a gritos ensordecedores y un ritmo glam-rock que pisa fuerte, exigiendo el baile sobre una base hipnótica y Welch diseccionando su ambivalente romance con la fama, confesando lo que solo es capaz de lograr sobre el escenario; "mírame correr hasta destrozarme, sangre en el escenario", canta con una vulnerabilidad que corta el aliento en una dualidad que impregna todo el disco, pero brilla especialmente en canciones como "One of the Greats", donde, con el gruñido de la guitarra de Mark Bowen de Idles, Welch emerge de la tierra "con uñas rotas y tosiendo tierra, escupiendo mis canciones para que cantes conmigo". Es un himno épico de renacimiento postraumático, teñido de su característico humor espinoso al culpar el sexismo de las reseñas tibias de sus inicios: "Estaré ahí arriba con los hombres y las otras diez mujeres en los cien mejores discos de todos los tiempos. Debe ser genial ser hombre y hacer música aburrida solo porque sí". La experimentación en "Witch Dance", un torbellino de profusa percusión y sintetizadores rave que evocan su debut "Lungs" (2009) pero con un puntito electrónico que acelera el pulso, mientras la intensidad de "Sympathy Magic" y su percusión roza el ritual puro y duro, como si invocara espíritus ancestrales. 

Pero no todo es caos glorioso; momentos de paz como "Buckle" permiten que la voz de Welch sune como un ángel sobre un lecho minimalista de piano y guitarra acústica, ofreciendo un respiro de ternura que contrasta con la oda al duelo en "Drink Deep", donde vocales operísticas escalan hacia un clímax que libera lágrimas contenidas. "Music by Men", con su confesión autodespreciativa sobre una relación en crisis —"No hay mucho aplauso fuera del escenario"—, se reduce a un momentum acústico que deja brillar su don melódico, culpando al patriarcado musical con una ironía afilada que resuena universalmente. Mientras "Kraken" se colma de susurros hasta su estribillo, lamentando, "todos mis pares tenían tanto potencial... los besé adiós y los dejé ahogarse", un lamento que añade profundidad emocional. "You Can Have It All" destila misterio con sus arreglos discordantes al estilo de "A Day in the Life" de The Beatles, mientras "Perfume And Milk" convirtiendo a "Everybody Scream" (2025) en un festín que agradece múltiples escuchas y, para colmo, desvela secretos en cada una.

Nacido del dolor más crudo, se convierte en un faro, invitando a todos a gritar su verdad en un mundo que a menudo silencia las voces femeninas. La forma en que Welch equilibra la grandilocuencia teatral con confesiones íntimas es magistral, creando un álbum que se siente tanto como una terapia colectiva como un espectáculo imparable. Comparado con sus predecesores, como el introspectivo "High as Hope" (2018), este destila una madurez que transforma su vulnerabilidad en fuerza. Si "Dance Fever" (2022) logro esa buscada fiebre bailable, "Everybody Scream" (2025) es su resaca, un elixir que cura y enciende a partes iguales. Florence + the Machine no solo sobrevive; conquista, y en este disco, su reino es nuestro también. En un 2025 lleno de incertidumbres, este álbum es el antídoto perfecto: un grito de guerra, un abrazo espectral, una celebración de la vida en toda su gloriosa, sangrienta complejidad. Bravo, Florence; has creado algo eterno…

© 2025 Jota

Crítica: Omnium Gatherum "May the Bridges We Burn Light the Way"

Omnium Gatherum han pasado los últimos años ajustando su fórmula sin llegar a un punto fijo. Empezaron con un melodeath crudo influido por el estilo de Gotemburgo, luego viraron hacia tonos más oscuros y melancólicos en discos como "New World Shadows" (2011) y "Beyond" (2013), que se consideran sus cimas. Más adelante, en "The Burning Cold" (2018), optaron por algo directo y actual, pero en "Origin" (2021) simplificaron tanto que sonaba a melodeath de tercera, sin alma y forzado, lo que me dejó bastante frío. Ahora, con su décimo álbum, "May the Bridges We Burn Light the Way" (2025), intentan corregir el rumbo para aterrizar en un equilibrio entre la grandiosidad de "New World Shadows" (2011) y el pulido rockero de "Origin" (2021). El sonido de la banda sigue ahí, con sus adornos habituales, pero esta vez gana en vitalidad y agresividad, con composiciones que enganchan de forma más constante. Es verdad que no reinventan nada, solo refinan lo viejo y no siempre con el mismo tino, algo que se siente también en la cubierta del disco álbum, como un diseño genérico que no suma. La producción, a cargo de Jens Bogren y el vocalista de Soilwork y The Night Flight Orchestra, Björn Strid, es limpia y moderna; guitarras pesadas sin exagerar, teclados presentes pero no dominantes, y un brillo que encaja en el melodeath finlandés sin florituras innecesarias, más aún cuando dura poco más de cuarenta minutos, con siete temas principales más un intro y un outro, lo que lo hace digerible pero algo escaso en sustancia. Markus Vanhala, el guitarrista principal, aporta riffs sólidos y las armonías típicas del metal finlandés, combinadas con los teclados de Aapo Koivisto, que mantienen el groove sin complicaciones. Jukka Pelkonen maneja los growls con competencia y, aunque su rango vocal no sorprende, las melódicas de Vanhala equilibran el conjunto. 

Tras la introducción, "May the Bridges We Burn", que ambienta sin mucho impacto, el álbum arranca con "My Pain", una canción que evoca directamente la era de "New World Shadows" y capta la atención de inmediato. Las guitarras y los teclados funcionan como deben, con la voz potente de Jukka contrastando las voces melódicas de Markus, creando un estribillo que se pega rápido. Es melodeath con algo de energia y ese toque de melancolía finlandesa de fondo, pero sin complicaciones. El pulso continúa con "Last Hero", que suena rápido y urgente, con hambre en sus guitarras y un estribillo simple pero efectivo; podría haber encajado en "The Redshift" (2006) o "New World Shadows" sin problemas, y es que pide prestado demasiado de épocas pasadas. "The Darkest City", es la más extensa con casi siete minutos, donde exploran estados de ánimo variados y texturas, recordando "New World Shadows" pero con los toques minimalistas de "Origin". "Walking Ghost Phase" es directa y ruidosa, con mordida y pegada, mientras "Ignite the Flame" toma algo del thrash con fuerza, con un estribillo que se queda en la cabeza, mostrando la rabia que faltaba en el disco anterior. Vanhala brilla en los solos, mientras Koivisto en teclados añade algo de su particular colchón, pero sin robar protagonismo, mientras que el bajo de Frank Heller junto a la batería de Joonas "Jope" Koskinen dan solidez rítmica sin alardes. 

Al final, dudo que Omnium Gatherum vuelva a parir otro "New World Shadows" o siquiera algo como "Beyond", pero "May the Bridges We Burn Light the Way" (2025) alivia un poco el temor de que se hundieran en un espiral de melodeath blando y sin alma. Es un disco de metal pegadizo y fácil de tragar, con canciones para no aburrir, aunque peca de insustancial y azucarado en muchos momentos, faltando esa pegada que los haga esenciales. En general, es un disco que recupera algo de peso y rabia, envuelto en ese pulido melódico que a veces roza lo empalagoso, pero al menos no cae en el vacío de "Origin”. A veces, siento que no conozco en absoluto a Omnium Gatherum después de tantos años...

© 2025 Lord Of Metal

Crítica: The Devil Wears Prada "Flowers"

The Devil Wears Prada se formaron en 2005 en Dayton, Ohio, y desde entonces han sido una banda clave en el metalcore, con lanzamientos que han marcado el post-hardcore. Su debut, "Dear Love: A Beautiful Discord" (2006), sentó las bases, y casi dos décadas después, siguen produciendo material que se mantiene en la vanguardia, pero sin grandes riesgos y abusando del azúcar. "Flowers" (2025) aborda temas como el duelo, las dificultades diarias y la recuperación, envueltos en un formato que intenta ser innovador, aunque no siempre lo logra del todo, siendo un esfuerzo sólido, pero sin llegar a revolucionar nada; más bien, repitiendo fórmulas conocidas con toques ocasionales de frescura que no terminan de destacar. Por otro lado, es justo decir que la producción es limpia, los arreglos están bien ejecutados, pero el conjunto se siente predecible en un panorama donde otras bandas como Bad Omens o Sleep Token están explorando terrenos más audaces, mientras The Devil Wears Prada se deciden a arrancar su último esfuerzo con el sampleado de una voz femenina, seguida de un interludio suave de piano y cuerdas, algo que no encaja del todo con el estilo post-hardcore habitual de la banda, pero que al menos intenta variar el tono del álbum desde su comienzo. 

"Where the Flowers Never Grow" regresa al sonido clásico de The Devil Wears Prada, con los gritos agudos de Hranica dominando sobre guitarras masivas, ritmos frenéticos y un enfoque que mezcla su agresividad con melodías. No es nada nuevo, solo una ejecución correcta que recuerda a sus inicios, sin agregar capas que eleven la canción por encima de lo estándar. Mientras que "Everybody Knows", "So Low" y "Ritual", mantienen esa línea tradicional: instrumentales explosivos, voces a dúo que atacan desde dos frentes, riffs aplastantes y texturas que llenan el espacio, pero sin momentos que queden grabados en la memoria. Es metalcore puro, con DePoyster y Sipress en las guitarras manejando bien la intensidad, y Capolupo en la batería manteniendo el pulso constante, aunque todo se siente repetitivo, como si la banda estuviera cumpliendo con “el manual del metalcoreta” en lugar de reescribirlo. "For You" es un single orientado al streaming que adopta un medio tempo melódico y un hard rock sin gancho, el tipo de tema que podría colarse en cualquier lista pero que, honestamente, no brilla; es accesible, pero carece de la pegada emocional que lo haría de verdad inolvidable. "The Sky Behind the Rain" sorprende como un experimento, con sampleados hablados que intentan darle profundidad al álbum, aunque el resultado resulta más curioso que conmovedor. Al igual que "Wave" es una balada supuestamente honesta donde Hranica parece abrirse emocionalmente, mostrando vulnerabilidad en una estructura minimalista que funciona como respiro, pero no alcanza el clímax catártico que una banda de su calibre podría entregar o el cierre con “My Paradise” apesta a dramón adolescente en unos músicos que ya peinan canas, sonando poco convincente.

Después de dos décadas en la escena, The Devil Wears Prada sigue siendo una fuerza estable en el metalcore, demostrando en "Flowers" (2025) que pretenden avanzar, aunque esta evolución sea más un ajuste que un salto, cuando mezclan composiciones tradicionales para contentar a los seguidores de siempre con experimentos que refrescan el álbum, pero el resultado termina siendo tibio, sin comprometerse del todo ni con lo radical ni con lo convencional. "Flowers" (2025) no es su mejor trabajo y ellos lo deben saber, es sólo un capítulo más en una discografía que mantiene el barco a flote; se escucha bien una vez, quizás dos, pero no genera la urgencia de querer volver a escucharlo frecuentemente; es sólido en ejecución, con músicos que saben su oficio –Hranica en la voz, DePoyster y Sipress en riffs precisos, Gering en texturas y Capolupo tras los parches–, pero flojo en su impacto emocional. La banda parece querer cerrar el ciclo de sus últimos discos con dignidad, aunque sea sin fuegos artificiales…

© 2025 Lord of Metal

Crítica: 1914 "Viribus Unitis"

En las profundidades del metal extremo, donde la historia se entreteje con la ferocidad de su sonido, emergen 1914 como un coloso ucraniano que transforma los ecos de la Gran Guerra en una sinfonía de devastación y humanidad. Su nuevo álbum, "Viribus Unitis" (2025), publicado en Napalm Records, no es un mero capítulo adicional en su trayectoria, sino una cumbre absoluta que redefine los límites del género. Desde el impacto inicial de "Esprit de Corps" (2016), la crudeza implacable de "The Blind Leading the Blind" (2018) y el apocalipsis narrativo de "Where Fear and Weapons Meet" (2021), la banda de Lviv ha diseccionado los horrores de 1914-1918 con una precisión quirúrgica y una pasión inquebrantable. Ahora, con Ditmar Kumarberg desatando growls que queman como gas mostaza, Witaly Wyhovsky y Oleksa Fisiuk forjando riffs como armaduras oxidadas en las guitarras, Armen Howhannisjan anclando con su bajo abismal y Rostislaw Potoplacht marcando el paso con baterías que suenan a desfiles fúnebres, narran la epopeya de un combatiente ucraniano en las filas austrohúngaras, desde el triunfo ilusorio hasta la mutilación, la cautividad y el espectro de la muerte. El lema imperial "Con Fuerzas Unidas" inspira un giro magistral: lejos del nihilismo puro de discos previos, palpitando la solidaridad entre soldados, un hilo de luz en la oscuridad que enriquece la temática sin perder brutalidad, en una mezcla de sludge oscurecido con death/doom que bebe de la marcha inexorable de Bolt Thrower, el gancho épico de Amon Amarth en "Fate of Norns" (2016) y la asfixia doom de Asphyx. Grabado en el contexto de la Ucrania actual, donde los miembros han enfrentado sombras similares, "Viribus Unitis" (2025) trasciende el entretenimiento para convertirse en un acto de resistencia cultural, amplificado por colaboraciones estelares como Aaron Stainthorpe de My Dying Bride (aunque todo apunte a que ya no tendrá nada que ver con ellos), Christopher Scott y Jérôme Reuter de Rammstein, cuyas voces añaden capas de intimidad y grandeza. La producción, cruda pero pulida, captura cada detalle con una claridad que hace tangible el barro y la sangre, posicionando a 1914 no solo como cronistas de la guerra, sino como poetas del alma humana fracturada en un panorama a menudo repetitivo, o que cae en la caricatura, como ocurre con Sabaton.

La estructura de "Viribus Unitis" (2025) se despliega como una novela gráfica en forma de metal, con cada pista funcionando como un capítulo en la saga del protagonista, donde los riffs de Witaly Wyhovsky y Oleksa Fisiuk actúan como puñales melódicos que alternan entre la agresión implacable y la melancolía etérea. El telón se levanta con "1914 (The Siege of Przemyśl)", que irrumpe con un riff melódico que evoca las sagas vikingas de Amon Amarth, pero teñido de un negro profundo que prepara el terreno para el asedio histórico; aquí, los coros del grupo, liderados por la voz rasgada de Ditmar Kumarberg, invocan la unidad de las tropas en el fragor de la batalla, creando un muro de sonido que es tan adictivo como devastador. "1915 (Easter Battle for the Zwinin Ridge)" acelera el pulso con su fusión de caos sludge y death doom, donde los tambores marciales de Rostislaw Potoplacht retumban como cañonazos, y las guitarras se entretejen, contrastando concon los growls infernales de Kumarberg, pintando un retrato de Pascua ensangrentada donde la fe y la furia se funden en un éxtasis metálico.  
Avanzando en la cronología bélica, "1917 (The Isonzo Front)" incorpora fragmentos de trincheras que transportan al oyente al frente italiano, con un sludge denso que se arrastra como el barro bajo las botas, interrumpido por explosiones de trémolo que liberan la tensión acumulada, todo ello orquestado por el bajo de Armen Howhannisjan que ancla la tormenta. Pero es en la tríptica "1918" donde el álbum alcanza su cénit emocional y técnico: "Pt. I" y "Pt. II" construyen una narrativa de colapso con riffs que suenan como el derrumbe de imperios, culminando en "Pt. III: ADE (A Duty to Escape)", un auténtico tour de force que incorpora las voces espectrales de Aaron Stainthorpe —el icónico cantante de My Dying Bride— en un diálogo interno con los gañidos de Kumarberg; una canción con atmósfera de fuga desesperada, que se erige como candidata absoluta a canción del año, un vórtice de melancolía y rabia que captura el alma fracturada del soldado con una precisión asombrosa. 

El cierre llega con "1919 (The Home Where I Died)", donde Jérôme Reuter despliega su narración tierna sobre un piano distorsionado que evoca el surrealismo postraumático, explicando el regreso espectral a un hogar que ya no existe; la línea sobre la niña que extiende la mano mientras el deber llama es un puñetazo al corazón, amplificado por los coros que disipan el humo de la guerra en una catarsis luminosa, en un álbum en el que cada tema, desde los interludios sonoros hasta las colaboraciones, contribuye a un flujo narrativo impecable. "Viribus Unitis" no solo consolida a 1914 como el pináculo del metal bélico, sino que lo transciende, convirtiéndose en un monumento a la resiliencia humana que resuena con una fuerza casi profética en estos tiempos turbulentos. Es un trabajo que eleva el género, inyectando alma donde otros solo gritan vacío, y que invita a reflexionar sobre la fraternidad como antídoto al horror —un mensaje que, viniendo de ucranianos que han vivido la guerra en carne propia, adquiere una autenticidad devastadora.
 
© 2025 Lord Of Metal

Crónica: Radiohead (Madrid) 04-08.10.2025

La euforia colectiva que envolvió Madrid durante cuatro noches inolvidables de noviembre, reafirmó mi sensación de estar viviendo un sueño; ¿Radiohead en pleno 2025 interpretando “Street Spirit (Fade Out)”? Radiohead, esa enigmática máquina de innovación británica liderada por el visionario Thom Yorke, regresaba a Madrid tras veintidós años con una gira que no era mera nostalgia, sino una reinvención audaz de su vasto catálogo, fusionando la rabia contenida de sus inicios con la introspección etérea de sus obras maestras. Pero, si bien sorprende que la banda al completo goce de tan buena salud, más me sorprendió la respuesta del público; cuando Radiohead firmaba "OK Computer" (1997) apenas llenaba una sala pequeña en la capital, su música era puramente alternativa (aquella a la música comercial) y, a pesar de su éxito entre la crítica, sus conciertos eran tan impredecibles como poco multitudinarios a primeros/mediados de los noventa. Por tanto, ¿qué ha ocurrido en los últimos veinte años para que Radiohead llene varias noches cualquier recinto e himnos improbables como “Lucky” sean coreados por decenas de miles de gargantas? Tengo una teoría que me gustaría compartir contigo, amable lector, recuerda que la primera que la has leído es en este humilde blog.

Discos como "OK Computer" (1997) o "Kid A" (2000), por mencionar únicamente dos, estaban tan adelantados a su momento que resultaba improbable que las masas los abrazaran en una época como la de su publicación; basta realizar el ejercicio de imaginar cómo sería si Radiohead los publicase ahora mismo, seguirían sonando plenamente actuales. Sin embargo, han pasado más de dos décadas desde que vieron la luz y aquella generación que los escuchó ha crecido y los ha incorporado a sus obras (como es el caso, por ejemplo, de Christopher Storer y la inclusión de “Let Down” en The Bear, amén de otras bandas como Pearl Jam o R.E.M.). Radiohead han pasado de ser una banda alternativa a hundir su influencia en lo más hondo de la cultura popular y si su propuesta artística ha calado y sigue siendo vigente es debido a que (a diferencia de U2 y el meme en el que parecen haberse convertido, por ejemplo), los conceptos de los que tratan (la alienación del ser humano, la esclavitud , los sistemas opresivos sociales, el control de la tecnología, la paranoia o el consumismo) sonaban marcianos hace veinte años, pero no ahora. En definitiva, que sesenta y cinco mil o setenta mil personas asistieran a un concierto de Radiohead en Madrid era imposible cuando eran una banda en activo, pero ahora su mensaje ha calado en una generación que los ha consumido como si fuesen una banda más de rock clásico. Por no mencionar que su ausencia de los escenarios ha incrementado la demanda de las entradas y varias generaciones que, a diferencia nuestra, no pudo disfrutarlos en su época dorada, han vaciado sus carteras. El resultado es una gira con todo vendido en pocos minutos y un histerismo colectivo que a muchos nos sigue sorprendiendo para cuatro conciertos en los que, a pesar del esfuerzo de la banda y la buena química sobre el escenario, el sonido del recinto dejó mucho que desear.

Desde el primer acorde el 4 de noviembre y “Let Down”, el aire se cargó de una electricidad palpable: miles de fans, de edades dispares y procedencias diversas, se congregaban bajo las luces parpadeantes de la arena, convertida en un templo moderno donde el rock alternativo trascendía fronteras y, más que nunca, es la alternativa a lo que suena en los servicios de streaming. Yorke, con su silueta desgarbada y esa voz que parece filtrarse desde un sueño distópico, emergía como un profeta, flanqueado por el inquieto Jonny Greenwood, cuya facilidad para cambiar de instrumento tejía texturas orquestales con la precisión de un alquimista, y el pulso inquebrantable de la sección rítmica conformada por Colin Greenwood en el bajo, Ed O'Brien en guitarras y percusiones electrónicas, y Phil Selway en la batería, cuya elegancia minimalista anclaba el caos armónico, ayudado por Chris Vatalaro (todo un acierto para muchas de la polimetrías de las canciones).

Cada noche, las puertas abrían a las seis de la tarde, permitiendo que la multitud se impregnara de un ambiente de anticipación febril, con vendedores ambulantes ofreciendo camisetas de "OK Computer" (1997) y "Kid A" (2000), y grupos de admiradores compartiendo anécdotas de conciertos pasados en festivales como el Primavera Sound. El 4 de noviembre, la apertura con "Let Down" –ese lamento flotante del "OK Computer" (1997)– estableció un tono de vulnerabilidad inmediata, mientras que el 5, con "2 + 2 = 5", inyectó un pulso político y urgente que resonaba con las tensiones globales del momento. El cambio de los repertorios, un sello distintivo de Radiohead, mantenía la frescura: fundamentalmente entre el primero y segundo día, con catorce cancioens diferentes. El dçia 7, "Planet Telex" de "The Bends" (1995) irrumpía como un himno de liberación juvenil, y el 8, "Airbag" aceleraba el corazón colectivo con su riff hipnótico. No era solo un concierto; era una comunión, donde las luces se hilvanaban con proyecciones abstractas de paisajes oníricos proyectados por el equipo visual de la banda, y el público, desde los asientos elevados hasta la pista, respondía con un rugido unificado que hacía vibrar las estructuras del recinto. Madrid, ciudad de contrastes pero también inminentemente incómoda en los últimos años, parecía haber sido elegida por Yorke y compañía para este ritual: las calles aledañas al antiguo Palacio de los Deportes –ahora Movistar Arena, antes WiZink y mañana Haagen-Dazs o vetetúasaber- se llenaban de peregrinos musicales, y el metro nocturno transportaba almas extasiadas, tarareando fragmentos de "Pyramid Song" bajo las luces fluorescentes. Y es que estas cuatro noches no solo celebraban treinta años de carrera, sino que reafirmaban a Radiohead como faro indiscutible en un panorama musical saturado de éxitos de usar y tirar, ofreciendo una experiencia inmersiva que borraba la línea entre artista y espectador, entre lo analógico y lo digital, en un 2025 donde la música en vivo se erige como último bastión de autenticidad humana, frente al uso de la inteligencia artificial en las artes y la estupidez natural en la pereza de aquellos que la prefieren frente al esfuerzo.

En el núcleo de estas noches legendarias, repertorios se desplegaban como tapices sonoros tejidos con hilos de genialidad, donde cada canción era un capítulo vivo de la odisea radioheadiana, interpretada con una maestría que elevaba lo conocido a lo sublime. El 4 de noviembre, tras la introspección inicial de "Let Down", el estallido de "2 + 2 = 5" de "Hail to the Thief" (2003) desató una tormenta de guitarras distorsionadas, con Jonny Greenwood manipulando su Martenot para infundir esos lamentos electrónicos que erizaban la piel, mientras Yorke, con su falsete rasgado, convocaba al público a corear esa ecuación matemática de la disidencia. La transición a "Sit Down. Stand Up." de "Hail to the Thief" (2003) era un mandato hipnótico, un groove funky que hacía oscilar cuerpos en una danza involuntaria, y "Bloom" de "The King of Limbs" (2011) emergía como un bosque sonoro, con las percusiones superpuestas de Phil Selway y Ed O'Brien creando un pulso tribal que parecía provenir de las entrañas de la tierra. 

"Lucky", mi favorita, ese diamante oculto del "OK Computer" (1997), se desplegaba con una delicadeza que contrastaba su urgencia lírica, Yorke susurrando versos sobre esperanza en medio de la oscuridad, respaldado por el bajo profundo de Colin que anclaba la emotividad. El clímax llegaba con "Ful Stop" del "A Moon Shaped Pool" (2016), una pieza de jazz dislocado donde la batería de Selway se volvía un vendaval controlado, y las capas sintéticas de Greenwood elevaban la canción a un éxtasis cósmico, no es casualidad que sonase todas las noches. El 5, la secuencia "The Bends" –el himno homónimo del álbum "The Bends" (1995)– seguido de "Jigsaw Falling Into Place" de "In Rainbows" (2007) era un puñetazo de nostalgia revitalizada: Yorke, bañado en luces azules, saltaba con una energía juvenil inusitada, mientras O'Brien tejía armonías vocales que multiplicaban la euforia. "All I Need" del "In Rainbows" (2007) descendía como una niebla envolvente, su crescendo orquestal haciendo que el Movistar Arena contuviera el aliento, mientras que "Nude", del mismo disc,o flotaba en un mar de reverberaciones, con Yorke evocando amores perdidos en un susurro que calaba hondo. "Reckoner" cerraba esa noche con su mantra percusivo, Greenwood en los teclados invocando espíritus ancestrales. 

Variaciones sutiles mantenían el pulso vivo: el 7, "The Gloaming" del "Hail to the Thief" (2003) inyectaba un jazz sombrío, Selway marcando un ritmo que parecía el latido de una ciudad en vigilia, seguido de "There There" con sus tambores rituales que unían al público en un trance colectivo. "No Surprises" del "OK Computer" (1997) fue un bálsamo, Yorke cantando con una ternura que desarmaba, y "Videotape" del "In Rainbows" (2007) se extendía en un solo de piano minimalista que dejaba un silencio reverencial. El 8 nos trajo "Separator" del "The King of Limbs" (2011), una gema subestimada donde las voces procesadas de la banda creaban un coro etéreo, y "Pyramid Song" del "Amnesiac" (2001) fluía como un río temporal, Greenwood en la guitarra eléctrica pintando remolinos sonoros. "You and Whose Army?" del "Amnesiac" (2001) sonó cada noche, un desafío juguetón, Yorke riendo entre versos, mostrándose tan cómodo como magistral, mientras "Idioteque" de "Kid A" (2000) explotaba en un torbellino electrónico donde la entropía se hizo audible: un sistema al borde del colapso, beats fragmentados y samplers en guerra que, en lugar de desintegrarse, se recombinaban en un clímax de paradójico orden, haciendo saltar a la multitud como si se tratase de una rave apocalíptica. Cada interpretación era impecable, con improvisaciones que honraban el legado experimental de la banda –de los fragmentos de "Kid A" (2000) a las texturas orquestales de "A Moon Shaped Pool" (2016)–, y los músicos, en su sinfonía de movimientos coordinados, recordaban por qué Radiohead no es solo una banda, sino un fenómeno sociológico que redefine el concierto como arte total.

Asistir a estas cuatro noches de éxtasis radioheadiano en Madrid fue un recordatorio visceral de cómo la música puede sanar fracturas invisibles en el alma contemporánea. En un mundo saturado de algoritmos impersonales y fugaces tendencias, Radiohead se erigen más que nunca como un bálsamo eterno, y estas noches en la Movistar Arena –a pesar de su horrible acústica– fueron un oasis. Thom Yorke, con su carisma magnético y su honestidad cruda, no solo cantaba; confesaba, y en cada nota de "Everything in Its Right Place" de "Kid A" (2000), que cerraba variaciones en las cuatro veladas, sentía cómo el universo se alineaba en un instante de paz trascendental, mientras que Jonny Greenwood, el cerebro inquieto, elevaba cada solo a poesía abstracta, capaz de quedarse ensimismado con su teclado o pulsarlo con la pala de su Telecaster. Si el rock es rebelión, aquí fue redención, porque en la era de la ansiada desconexión, Radiohead nos recuerdan que, juntos, todo –incluso el abismo– puede sonar como una sinfonía.


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Thom Yorke/Jonny pic by © 2025 JoshuaMellin 

Crítica: Despised Icon “Shadow Work”

Despised Icon, el sexteto de Montreal formado por Alex Erian, Steve Marois, Eric Jarrin, Ben Landreville, Sebastien Plamondon y Alex Pelletier, se erigen como la realeza no oficial del deathcore sin necesidad de alardear. Su humildad canadiense les impide presumir, pero nadie puede discutir su trono. Mientras otras bandas persiguen producciones grandilocuentes y éxitos virales, o la putísima manía de meter con calzador orquestaciones enlatadas, Despised Icon mantienen una solidez inquebrantable y credenciales irreprochables. Desde sus clásicos iniciales como "The Healing Process" (2005) hasta los recientes torpedos como "Beast" (2016) o "Purgatory" (2019), han demostrado pureza de intención y resistencia ante la pereza estilística que, a menudo, se achaca al subgénero. No han conquistado el mundo, pero parece que tampoco les interesa; prefieren una relación distante con la fama. Mientras sus discípulos corren tras la gloria, los canadienses siguen adelante porque la brutalidad extrema no necesita caricias del mainstream. Su séptimo álbum, “Shadow Work” (2025), va dirigido a los puristas, a los que llevan toda la vida en esto y a cualquiera que busque metal extremo en su forma más cruda y sin diluir. ¿Deathcore? ¿Qué más da? Esto es metal.

En “Shadow Work” (2025), Despised Icon despliegan su potencia como los profesionales implacables que siempre han sido. Quienes hayan seguido al grupo durante las últimas dos décadas se sentirán en ese terreno visceral ya conocido, pero con una fuerza sónica y una producción intuitiva que eclipsan sus primeros lanzamientos. “Shadow Work” (2025) suena espectacular: brutal, pesado, enfocado y libre de trucos baratos. Lo fundamental es que siguen siendo los mejores compositores que el deathcore ha producido. Como indicaba líneas más arriba; sin adornos orquestales ni extravagancias sinfónicas, del arranque impactante al final implacable, “Shadow Work” (2025) sólo quiere golpear en el pecho a los seguidores de toda la vida. La canción homónima abre con agilidad, imprevisibilidad y una ferocidad admirable, resumiendo la carrera de Despised Icon, con originalidad y vitalidad fluyendo por sus venas creativas. El single reciente, "Over My Dead Body" es una joya: avanza eufórico sobre grooves colosales, con blasts feroces y breakdowns despiadados como receta estándar de los canadienses, vibrando con energía. Mientras que "Death Of An Artist" se aventura más, con aportes atmosféricos que contrarrestan la salvajada con precisión y riffs que cortan con una intensidad propia del death metal más brutal. "Corpse Pose" es un torbellino de furia, cargado de coros grupales y riffs blindados, candidato seguro a favorita en directo, con actitud gruñona, breakdowns malvados y una deuda evidente con Cannibal Corpse o Suffocation, casi nada. El ataque vocal dual de Alex Erian y Steve Marois alcanza cotas de potencia y locura inéditas; en "The Apparition", su química escupiendo veneno es todo un placer para cualquier amante de las emociones fuertes. Repleta de ecos black metal y dinámicas mortales, equilibra caos y control mientras Despised Icon aceleran a velocidades demenciales y machacan a medio tiempo hasta un breakdown casi cómico de lo exagerado que resulta, pero resulta allá donde otras bandas más cínicas evitarían estas recetas clásicas tan bien servidas, justo donde la autenticidad impregna todo lo que hacen: desde el grind a cámara lenta que convierte a "Reaper" en una emboscada hasta los arreglos que te introducen en el torbellino dark metal de "In Memoriam".

El resto pasa de la misma manera vibrante; "Omen Of Misfortune" es esquizofrénica, furiosa y salvaje; "Obsessive Compulsive Disaster" absurdamente veloz, anclada en diferentes cambios de tempo y coros demenciales, siendo el tema más salvaje de Despised Icon desde "Bad Vibes", mientras que "ContreCoeur", de menos de dos minutos, equivale a un navajazo sónico. Cerrando con "Fallen Ones": un motín sombrío y duro como el acero de riffs, guturales, guitarra española incluida (que, sorprendentemente, encaja a la perfección) y retorcidas dinámicas death metal que ridiculizan la idea de que el deathcore sea unidimensional por diseño, disgustándome únicamente el ‘fade out’ de producción para acabar semejante bestia de álbum en su última canción. “Shadow Work” (2025) demuestra que el género ha superado cualquier reserva que los detractores pudieran tener hace veinte años. Despised Icon siguen reinando y este álbum no solo consolida su legado, sino que lo expande con una maestría que inspira admiración absoluta; cada nota, cada blast, cada breakdown resuena con la pasión inquebrantable de quienes viven por y para el metal extremo.


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Crítica: Sabaton "Legends"

Sabaton han publicado su nuevo álbum, "Legends" (2025), con el sello Better Noise Music, y llega después de "The War to End All Wars" (2022), que fue un trabajo aceptable pero sin grandes sorpresas, como lleva siendo habitual en ellos. La banda sueca, liderada por Joakim Brodén en las voces, sigue con su fórmula habitual: canciones sobre figuras históricas y batallas, esta vez enfocadas en once personajes que consideran legendarios, como Genghis Khan, Julio César, Napoleón Bonaparte, Juana de Arco y Vlad el Empalador y, lógicamente, no hay un hilo conductor real, solo una recopilación dispersa de épocas y lugares que se unen por su estatus mítico. Siendo así, y durando cuarenta y cinco minutos, es lógico que el álbum se sienta algo inflado, comparado con lanzamientos mucho más breves y con hilo conductor, cuando las canciones mantienen el power metal directo de siempre, con riffs potentes y coros para cantar en conciertos, pero no hay ni una sola novedad que lo eleve de nivel. Es un paseo predecible por la historia, sin riesgos ni momentos que quiten el aliento, con una producción limpia, en la que destacan los teclados y coros pero, por desgracia, en un segundo plano demasiado discreto, esperando más pegada de la banda cuando soy testigo, en primera persona, cómo el nivel de Sabaton ha ido descendiendo en estudio y en directo, aunque siempre fiables, da toda la sensación de haber puesto la directa, dejando a Sabaton en una suerte de zona gris en la que, como Amon Amarth, podrían publicar veinte discos más o dejarlo mañana mismo y su aportación habría sido la misma. En resumen, "Legends" (2025), es un disco que cumple con lo básico, pero no dejará una huella duradera.

Desde el despegue con "Templars", un tema que captura la esencia épica de Sabaton desde el principio, con riffs memorables y un coro robusto que invita a corear sobre los guerreros de Dios en las Cruzadas, el disco anuncia los derroteros que tomará a lo largo de sus canciones. Es sólido, aunque no trae nada fresco, y establece un tono que el resto de composiciones intentará seguir con éxito desigual. En "A Tiger Among Dragons", dedicada a Lü Bu, el general volador de la antigua China; las cosas se desinflan rápido, con riffs reciclados de temas pasados y una estructura aburrida que lo convierte en puro relleno, especialmente al estar entre dos pistas más fuertes como “Hordes Of Khan” y "Crossing the Rubicon", levantando el ánimo de inmediato, contando la decisión de Julio César con un riff ideal para menear la cabeza y un estribillo pegadizo que encaja a la perfección con las letras sobre cruzar el río y lanzar los dados: Sabaton en estado puro, directo y efectivo, aunque predecible. "I, Emperor" rinde homenaje a Napoleón Bonaparte, con un groove galopante impulsado por los teclados de Johansson y coros de fondo que discurren hacia un coro enérgico pero repetitivo, funcional para el estilo de la banda que, aunque no pega con la misma fuerza, cuela. "Impaler" mezcla a Vlad el Empalador con el mito de Drácula, y aunque la banda misma lo ve como algo tonto, tiene energía suficiente en versos lentos que crecen hacia un clímax muy pegadizo con Joakim Brodén dándole un toque teatral que salva lo pueril del concepto. Mientras "The Cycle of Songs" se corona en el álbum como la pista más larga, alternando estados de ánimo más pesados a melódico con ascensos y descensos en la estructura, robando, para colmo, un poco de "Impaler" en sus estrofas y estribillo. Aporta algo de variedad frente a la estructura verso-estribillo-solo-estribillo tan estándar de las demás canciones, pero no llega a ser memorable. 

Al final, "Legends" es un disco tibio que no decepciona del todo, pero tampoco entusiasma como los mejores de Sabaton. Es una excusa para volver al escenario en donde algunas de sus canciones brillarán con más lustre pero no de ser un ejercicio de pura y dura rutina, como si los suecos, en lugar de entrar al estudio repletos de ilusión, lo hiciesen fichando en una oficina. Además, su extensión lo hace aún más pesado y comparado con "The War to End All Wars" (2022), baja un peldaño en su impacto. Joakim Brodén y el resto mantienen la entrega vocal y la energía, pero el conjunto carece de esa magia y estribillos que a uno le hagan querer volver a escucharlo. Si buscas power metal histórico sin complicaciones, aquí hay material decente; si no, pasa de largo y emplea tu tiempo en algo mejor.

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Crítica: Soulfly "Chama"

Soulfly, la banda del visionario Max, ha forjado un camino legendario en la escena extrema durante décadas, con raíces profundas entre el thrash y el groove que se remontan a sus días gloriosos en Sepultura. Desde su fundación hace más de dos décadas, Soulfly han publicado trece discos que fusionan ritmos tribales amazónicos con la ferocidad del metal pesado, creando un sonido inconfundible que resuena como una llamada ancestral a la rebelión y la espiritualidad. En "Chama" (2025), Max cede el timón creativo a su talentoso hijo Zyon Cavalera, quien asume el rol de baterista y productor, infundiendo una frescura revitalizante que eleva la esencia primitiva de la banda a nuevas alturas de intensidad. Este álbum, cuyo título en portugués evoca la llama indomable del espíritu humano, gira en torno a un concepto poderoso: la odisea de un joven que sobrevive al caos de las favelas brasileñas, escapando hacia la selva amazónica para reconectar con sus raíces indígenas y encender el fuego interior que lo transforma en un guerrero. Esta narrativa no es una simple anécdota; es el reflejo de la trayectoria del propio Max, quien ha explorado temas de identidad cultural y resistencia desde sus inicios, como se evidencia en clásicos como "Soulfly" (1998) o "Primitive" (2000), pero aquí se destila con una madurez que hace de "Chama" (2025) un testimonio vivo de evolución. Con colaboraciones estelares que incluyen a Dino Cazares de Fear Factory en "No Pain = No Power", Todd Jones de Nails en "Nihilist", Michael Amott de Arch Enemy en "Ghenna", y las voces de Ben Cook de No Warning junto a Gabe Franco de Unto Others, el disco es todo un banquete de talento. Igor Amadeus Cavalera toca el bajo con precisión, mientras que Mike DeLeon, conocido por su trabajo en Flesh Hoarder y Philip H. Anselmo & The Illegals, desata riffs que cortan como machetes en la jungla de Soulfly. Comparado con predecesores como "Totem" (2022), que ya había endurecido el enfoque tras la salida de Marc Rizzo, "Chama" (2025) profundiza en un abismo industrial más oscuro, reminiscentes de la atmósfera sludge de Ministry en "Filth Pig" (1996), pero con un pulso tribal que late como el corazón de la Amazonia. 

Sus canciones despliegan una galería de himnos feroces que capturan la esencia de la supervivencia urbana y el renacer selvático, comenzando con la explosiva "Storm the Gates", donde Max Cavalera ruge con una vitalidad inquebrantable, exhortando "Fight the power, fight the greed" en un estribillo que incita a la revuelta colectiva, respaldado por los redobles furiosos de Zyon que simulan truenos en la tormenta. Esta pista inicial, tras la introducción “Indigenous Inquisition”, establece el tono agresivo, fusionando momentos más pesados con percusión indígena que evoca rituales chamánicos y, por qué no decirlo, la época más comercial de Sepultura, siendo un testimonio de cómo la banda ha refinado su groove para hacerlo más conciso y demoledor. "Ghenna" irrumpe con un peso industrial que aplasta el alma, donde los riffs de Mike DeLeon se entrelazan con los leads afilados de Michael Amott, creando un vórtice de oscuridad que representa el infierno de las favelas; aquí, la voz gutural de Max se eleva como un lamento, mientras Igor Amadeus Cavalera ancla el caos con un bajo que retumba como un terremoto subterráneo, haciendo de esta canción un pico de intensidad que deja al oyente exhausto y eufórico. Siguiendo esta línea, "Favela/Dystopia" pinta un retrato distópico magistral, incorporando samplers ambientales que evocan el bullicio opresivo de los barrios marginales brasileños, y transita hacia explosiones de thrash que recuerdan la crudeza de "Ritual" (2002), pero con un matiz más maduro y cinematográfico que transforma el dolor en catarsis. "Black Hole Scum" profundiza en el sludge con influencias de los noventa, donde los tambores de Zyon martillean con espíritu salvaje, y Max desata versos que destilan indignación justa, convirtiéndola en un himno para los marginados que buscan redención. 

No menos impactante es "No Pain = No Power", elevada por la presencia de Dino Cazares, cuya guitarra añade capas de agresión cibernética reminiscentes de "Aggression Continuum" (2021) de Fear Factory, fusionando el groove tribal de Soulfly con un filo mecánico que acelera el pulso y celebra la resiliencia humana. "Nihilist" trae la ferocidad cruda de Todd Jones, inyectando un nihilismo punk que choca contra los elementos étnicos del disco, resultando en un torbellino de mosh que honra la herencia grindcore sin sacrificar la melodía sutil. Mientras tanto, "Soulfly XIII" ofrece un interludio de cuatro minutos puramente percusivo que resalta la maestría de Zyon en patrones rítmicos complejos, evocando danzas tribales que conectan con el espíritu de "Prophecy" (2004). Canciones como "Always Was, Always Will Be" extienden esta exploración con introducciones extendidas que construyen tensión como una fogata crepitante, culminando en coros épicos que afirman la eternidad de la lucha, y el cierre homónimo "Chama" libera toda la llama acumulada en una outro que se desvanece como ecos en la selva, dejando una huella indeleble. Dando toda la sensación de que "Chama" (2025) es una declaración ardiente y como Soulfly permanece como una fuerza imparable en el metal extremo, destilando décadas de pasión en un fuego controlado que ilumina el camino para generaciones futuras. Aunque su brevedad podría dejar con ganas de más a quien busque excesos, esta concisión es precisamente su fortaleza, permitiendo que cada riff y grito impacte con precisión.

© 2025 Lord Of Metal