Crítica: Lemmy "Lemmy"

Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana conocí a una chica (de esas que llevan camisetas de KISS o AC/DC hechas a mano, de manera artesanal, por Inditex) que llamaba a Lemmy por el sobrenombre de "Dios" o, al menos, así fue cuando le enseñé mi vinilo original del "Overkill" (1979) autografiado por el mismísimo altísimo. Era gracioso escucharla hablar porque, en su analfabetismo musical, era capaz de despreciar a los Beatles, ignorar la dramática muerte de Kurt Cobain veinte años después de que aconteciese, decir que Zakk Wylde era el guitarrista rubio de Black Sabbath o conocer a Bob Dylan de oídas en pos de bandas de tres al cuarto de cualquier subgénero derivado del metal o el rock con un par de discos en el mercado. Parecía sentar cátedra pero una vez rascabas bajo la superficie no había nada; absolutamente nada, estaba vacía. Llevaba una camiseta de Motörhead pero conocía sus discos tanto como los de Hilfiger o Ralph Lauren y recuerdo la cara de incredulidad que me puso cuando le dije que todos, absolutamente todos, los músicos de rock comenzaron sus carreras para conquistar a una chica, ligar un poco o -directamente y sin complicaciones- follar gracias al mágico encanto de saber rasgar una guitarra. Nunca sabré si tal reticencia era debida a su ignorancia y escaso conocimiento o porque sus motivos para acercarse a la música y todo lo que la rodea eran tan sólo un vehículo para paliar sus carencias afectivas, ansias y necesidades personales (algo sin duda más abyecto que echar un polvo). 

Y os cuento todo esto, queridos lectores, porque este libro es un directo a la mandíbula o la boca del estómago (según se prefiera) a toda esa gentuza para la que Lemmy (Angus Young, Gene Simmons o Dimebag, entre otros muchos) no es más que una pose, además de desmontar muchos rumores e historietas relacionados con la historia del grupo y del rock en general. Ian Fraser Kilmister, "Lemmy" desde bien jovencito, se ríe con su voz rota y cigarrillo en mano de todos y cada uno de esos que nunca han escuchado "Bomber" (1979), "Iron Fist" (1982), "Orgasmatron" (1986) o, más adelante, "1916" (1991), "Sacrifice" (1995) e "Inferno" (2004) porque subirse al carro de los actuales Motörhead es fácil, muy fácil, pero seguirles desde sus comienzos y amar su discografía (con todo lo bueno y lo malo que hay en ella) requiere de un sacrificio mucho mayor que el de cantar "Ace Of Spades" (canción de la que admite estar harto) como si se te fuese la vida en ello y creer del protagonista que tan sólo es un santón de la cerveza y la juerga pero también mira con escepticismo a todos esos que se visten como él y se creen más "Lemmy que el propio Lemmy" cuando se miran al espejo. El tono directo, sencillo y personalísimo de Lemmy hace que leas su biografía como si él mismo te la estuviese relatando, en la misma habitación, y la salpica con tantísimas anécdotas que me resulta del todo imposible -habiéndomela leído en pocas horas y sin descanso- escribir una crítica objetiva y absurdamente fría en la que evalúe la vida de un hombre y uno de los músicos más icónicos y personales del rock como si de una fórmula matemática se tratase porque además con este libro te ríes (pero de verdad de la buena) e incluso hay un puntito de vergüenza  cuando te cuenta cómo se acostó con una chica de edad cuestionable, como hacía tríos con el hijo al que abandonó años atrás y su novia ("te sorprenderías de la cantidad de tías que se lo quieren montar con el padre y el hijo") o como tuvo los cojones de rematar la faena con un ligue cuando era demasiado tarde y descubrió que estaba mejor dotado que él mismo. 

"Descubrí el increíble mojabragas que era una guitarra a finales del año escolar" y así sabemos que Lemmy agarró una guitarra hawaiana para comenzar a pasárselo bien con chicas pero no creas que este libro es como todos esos de memorias en los que el protagonista relata sus años mozos y tú estás deseando saltarte las páginas del principio e ir al grano; comenzar a leer es todo un viaje en el que, a ritmo de anfetaminas, speed, mandrax, ácido y cocaína, llegarás a la adolescencia y Lemmy te contará como su padre le abandonó y el marido de su madre le pillaba, día sí y día también, entre las piernas de cualquier chavala de su barrio "porque seguramente le gustaba mirar"

Te hablará con pasión desmedida de los Beatles y situará los acontecimientos en su justa medida cuando te cuenta que los de Liverpool eran más obreros que los propios obreros, más duros en directo que los Stones, currantes de la noche que se dejaban la vida en cada actuación (como cuando relata el puñetazo de Lennon en pleno concierto en The Cavern, cuando uno de los allí presentes le llamó maricón y acabó con la boca ensangrentada y los dientes rotos), que los Rolling Stones eran niños de papá que se fueron a vivir solos para parecer tipos de mundo, su trabajo como "roadie" de Jimi Hendrix o relata su visión del por qué su expulsión de Hawkwind. Este episodio es especialmente revelador para todos aquellos que nos hemos creído siempre la versión de Dave Brock o la exuberante irlandesa Stacia cuando describían el poco compromiso de Lemmy y su constante coqueteo con las drogas. Y es que siempre hay que escuchar las dos versiones; es cierto que nuestro amigo se ponía hasta las cejas y es verdad lo ocurrido en aquel viaje a Toronto en el que la policía le pilló con cocaína (aunque aquí se explique que era speed) pero todos los miembros de Hawkwind no iban mucho menos puestos (en este caso de ácido) y en el relato de Lemmy encontramos cierta parte de razón cuando dice que lo que acabó con el grupo fue la estupidez de tener…. ¡dos baterías! además de que un grupo tan hippie, altruista, sideral y propio de los setenta no veía con buenos ojos el desenfrenado ritmo de alcohol, anfetas y speed cuando lo suyo eran los viajes cósmicos provocados por los alucinógenos. Pero hay algo que diferencia a Lemmy del resto de los mortales y lo emparenta con todos esos artistas que triunfan tras haber caído; su salida de Hawkwind no le hizo darse por vencido y formó Motörhead, bautizados como la última canción que compuso con guitarra acústica y a grito pelado desde el balcón de su hotel.

Descubriremos que intentó limpiar su sangre como Keith Richards pero el médico se lo desaconsejó después de realizarse los análisis porque su organismo no lo resistiría tras años de abuso de speed y alcohol. "Usted ha dejado de tener sangre humana, nunca podrá ser donante; un ser humano normal no la resistiría". Nos reiremos cuando despidió a Megadeth como teloneros o se fue de borrachera con el líder de su club de fans, un jovencito Lars Ulrich, y no le enseñó a beber sino a vomitar. Nos encontraremos con un Ozzy totalmente desconocido en sus páginas, desmontará la mitomanía generada en torno a la muerte de estrellas del rock (en este caso la del mismísimo Randy Rhoads y su posterior encumbramiento) o el desfile de guitarristas hasta dar con el bueno de Phil. Pasaremos de puntillas por un disco como "Another Perfect Day" del 83 (que, sorprendentemente, aguanta estupendamente el paso del tiempo) y confirmaremos el por qué de la marcha forzosa de "Robbo", sus desencuentros con su sello, Bronze, o el por qué del desternillante desmayo en Stafford durante la gira de "Bomber"; "llevaba tres días sin pegar ojo y esa misma tarde me habían hecho tres mamadas. Había una india muy mona y me encerré con ella, la tía no quería salir. ¿Tú que habrías hecho?"

Una biografía que entra de un tiro, directa a la vena y con la que es indispensable escuchar la música de Motörhead a todo trapo; un grupo encumbrado a los altares del heavy metal pero que tan sólo tocan rock 'n' roll tan alto y rápido como son capaces, contada por un hombre hecho a sí mismo y sin pelos en la lengua porque como él mismo dice; "Hawkwind eran excelentes pero sus discos después de mi marcha carecían de brío, sonaban rancios. Cuando me marché de Hawkwind, los cojones se vinieron conmigo". Sencillamente genial, Lemmy y figura hasta la sepultura.

© 2015 Jim Tonic