Crítica: Coldplay "Music Of The Spheres"

A veces me asusto de mí mismo y mi capacidad para ver el futuro o, mejor dicho, entender el presente gracias a llevar escuchando una banda veinte años. Porque así lo auguraba con “Everyday LIfe” (2019) cuando cerraba mi crítica sabiendo que a aquel movimiento le seguiría un “back to basics” o, lo que es lo mismo, que la compañía te exija volver a sonar como tú eres tras un fiasco. Coldplay nunca más volverán a ser los de “Parachutes” (2000), tampoco los de "A Rush of Blood to the Head" (2002) o “X&Y” (2005) y ni siquiera los del trágico "Viva la vida or Death and All His Friends" (2008) que devoró al grupo por completo. Pero sí pueden sonar como los de “Mylo Xyloto” (2011) o “A Head Full of Dreams” (2015) porque vendieron bastante más que “Everyday LIfe” y les resulta mucho más fácil imitar los colorines y el mal gusto pop que arriesgarse a componer “The Scientist” o “Trouble”, porque a Coldplay se les olvidó que el éxito les sobrevino con la sencilla “Yellow” en la playa y no con "Adventure of a Lifetime" u "Orphans / Arabesque". De nuevo el desnorte como timón, un mar de productores (desde Max Martin a Oscar Holter, Bill Rahko, Rik Simpson, Daniel Green o Jon Hopkins) de nueve canciones y tres interludios. ¿Quién da más?

¿De verdad nadie les dijo? “Chicos, no necesitáis tantas manos, tantos cocineros para tan poca chicha”. Coldplay administran rácanamente su talento con las musas claramente ausentes en canciones intrascendentes, no sólo perdiendo definitivamente a todos aquellos seguidores que una vez confiaron en ellos, sino intentando acercarse a una chavalería que les ignora (haciendo una vez más celebre el ya famoso meme del Señor Burns vestido con camiseta negra y gorro de lana) y, quizá lo peor de todo, a sí mismos por el camino. 

Coldplay enmascaran pretenciosamente un disco, engalanándolo de un mensaje interplanetario al que las canciones son incapaces de sustentar, dándonos cuenta de que en “Music Of The Spheres” hay tan poca experimentación y genialidad como malas, malísimas y flojas, son las canciones que lo arman. Suena la primera, sin título (tan sólo el icono del planeta Saturno) como introducción y abren con “Higher Power”, quizá el single más falto de testosterona, de capacidad evocadora, que hayan publicado nunca, con un videoclip que causa vergüenza ajena cuando vemos a Chris Martin luchando contra el paso del tiempo sin éxito. Quizá “Humankind” sea la más hortera del conjunto, no le falta nada; los arreglos electrónicos, seguidos de otros sinfónicos enlatados, la voz hiperprocesada de Martin y, de nuevo, sus consabidos “Oh, oh, oh, oh” cuando no saben qué letra deben encajar, además de un falsete verdaderamente horrendo en el estribillo y Champion repitiéndose en la batería, mientras Buckland plagia sin rubor a The Edge. 

Otra instrumental, otro interludio, de nuevo sin título, pero el emoticono de unas estrellas, para dar paso a la dulzona “Let Somebody Go” con Selena Gomez. ¿Necesario? En absoluto, es más, el disco habría ganado sin esta canción y no por ella sino porque, simple y llanamente, es una canción prescindible. Otro emoticono como título de canción, esta vez un corazón, tres minutos para hacerle creer a Martin que puede emular a Bon Iver y salir victorioso, tanto como en “People Of The Pride” con U2 porque es más fácil imitar a los irlandeses que firmaron un álbum tan flojo como "How to Dismantle an Atomic Bomb" (2004) que tener los cojones a hacerlo con “Achtung Baby” (1991), palabras mayores, amigos. 

Un disco en el que los desastres no vienen solos, como “Byutiful”, en la cual sentiremos escalofríos por la simpleza de una canción que resulta desagradable en sus voces, de nuevo otro interludio, esta vez titulado con el icono del planeta Tierra, y el empacho definitivo en “My Universe”, que dedicó a Dakota Johnson, y la famosa colaboración con BTS. Pegadiza por infecta, adictiva por fácil, irritante por su sonido ochentero y lo forzado de la colaboración con la banda prefabricada de Corea del Sur. Y, para concluir, dos canciones más; otra instrumental con el icono del infinito y “Coloratura”, que ya conocíamos, para cerrar de manera aún más pretenciosa un disco que gustará a aquellos que le piden poco a la música, a esos que ahora orgasman con Chris Martin, justo ahora que lleva más de una década sin firmar algo que de verdad justifique a Coldplay tras sus primeros discos, cuando era jóvenes y se les permitían algunos errores de juventud pero se les auguraba un futuro brillante y no una carrera tan petarda, repleta de colorines, vacuidad y colaboraciones a cada cual más vergonzosa. Un auténtico horror…


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