Crónica: Foo Fighters (Madrid) 06.02.2017

SETLIST: Everlong/ Monkey Wrench/ Learn to Fly/ Something From Nothing/ The Pretender/ Big Me/ Congregation/ Walk/ Cold Day in the Sun/ All My Life/ Times Like These/ These Days/ My Hero/ Skin and Bones/ White Limo/ Arlandria/ Rope/ Wheels/ Run/ This Is a Call/ Best of You/

Cada vez me cuesta más escribir sobre un disco o un concierto e intentar ser realista cuando la vara de medir del lector rara vez suele ser el resultado de un criterio fundamentado durante años y años de conciertos o el contraste de haber visto/ escuchado al artista en su evolución a lo largo de su carrera (durante el tiempo y no en un maratón, sin digerir, de un fin de semana antes del concierto) y no las habituales loas de la prensa generalista que despacha el evento en unas pocas líneas o la especializada que no suele mojarse demasiado por aquello de que quizá el año que viene no le den pase o foso. El concierto de Foo Fighters en Madrid, el pasado jueves, sonó mal, es más sonó horrorosamente mal. ¿Por qué no decirlo? Peor aún, ¿por qué ninguna crónica menciona el pésimo sonido, por qué ningún tuitero -tan sinceros ellos- lo escribe en la red social ? Formularé otra pregunta que el lector deberá hacerse a sí mismo, ¿cómo es posible que todos los conciertos sean el acabose según la prensa y algunos blogs? No es posible que System Of A Down reventasen Madrid, Green Day sean el concierto del año o comparen la actuación de Foo Fighters con el diluvio universal. ¿De verdad que no hay un concierto malo, mediocre, flojo, tibio o correcto? ¿Todo son experiencias místicas que hay que vivir? No, desde luego que no y aquel que lea esta pequeña crítica deberá entender que esta es tan sólo una opinión pero que, por mucho que le cueste creer lo que escribo, algo hay de verdad en el juicio de alguien que ha asistido a todos y cada uno de los conciertos que Foo Fighters ha dado en nuestro país hasta la fecha, no garantizo que vuelva a acudir a uno de ellos en mucho tiempo.

A escasos veinte metros del escenario, en un Mad Cool abarrotado hasta la exageración, hay un padre con su hijo. Este lleva unos cascos insonorizados de obra, melena rubia por el cuello y una camisetita de niño con la siguiente frase; “Kurt is dead, Dave is alive”. Desconozco si esa aberración se vende o si es de elaboración propia pero a mi alrededor causa conmoción pero no aquella que debiera sino la de la gente que la fotografía y el padre orgulloso, con su hijo sobre los hombros, sonríe. Es el signo de los tiempos, pienso, pero tampoco le falta la razón, la carrera de Dave Grohl se puede resumir como el “muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Crecí en los noventa (la cita con Dinsoaur Jr. en el mismo festival es ineludible para mí) y me duele decirlo pero nadie, ninguno de los chavales que están ahora en la veintena, vivirá nada tan grande como lo que supuso Nirvana en los noventa. No se trata de llenar un estadio, de un escenario más grande, de vender millones o de una reunión como la de Axl y Slash, se trata de una banda que supuso una conmoción y esta trascendió el ámbito musical (¿te imaginas algo así ahora? No, claro que no…), el terremoto mundial de una ciudad como Seattle a la que todo el mundo miraba. Paradójicamente, Nirvana -por mucho que se les asocie con el grunge- fueron tan sólo el estertor de un movimiento que comenzó a finales de los ochenta en el norte de un país castigado por Reagan y el desencanto de una clase media/baja (ahora cincuentones) atrapada entre la subcultura más irreverente y los grandes dinosaurios de los setenta. Aquello fue el caldo de cultivo perfecto para Melvins, Hüsker Du, Dinosaur Jr, Black Flag, Mudhoney (además de muchos otros) y de aquellos polvos (underground, puros, irreverentes y con la única expectativa de crear música) tuvimos otros lodos mucho más bonitos y digeribles por la MTV. Chris Cornell, Eddie Vedder, Layne Staley o Kurt Cobain suponían la cara más accesible que, por ejemplo, el bueno de Tad. El grunge, como tal, había muerto con ellos pero no para las grandes cadenas de ropa y sellos que se apresuraron en buscar a sus próximos Nirvana mientras Kurt enfilaba las escaleras que llevaban al invernadero de su casa en Lake Washington y cerraba el círculo.

De allí salieron dos bandas; Sweet 75, por parte de Novoselic (con escaso éxito y un concierto programado en Madrid, Sala Caracol, que pinchó por no vender más que unas pocas entradas) y Foo Fighters con Dave Grohl como director de orquesta y un primer álbum resultón, con tintes de maqueta, y en el que fichó a Nate y William de Sunny Day Real State para llevarlo al directo. Si digo que aquellos Foo Fighters sonaban frescos el lector pensará que soy de esos esnobs que piensan que cuando una banda alcanza el éxito ya deja de resultar interesante pero no, “The Color And The Shape” (producido por Gil Norton) fue un grandísimo disco de rock alternativo y Foo Fighters también vinieron a nuestro país (Sala Canciller, tras cancelar La Riviera), en apenas unos años nos habían visitado hasta en tres ocasiones y acudí en todas (hasta, como he relatado en más de una ocasión, su concierto más extraño, el cuarto en la capital; en el sótano de una tienda Tipo ahora convertida en tienda de zapatillas de deporte).


Pero, volvamos a este año, Foo Fighters ya no son aquellos que apenas llenaban media sala y cenaban en el Burger de enfrente. Ahora revientan estadios o son el principal reclamo de un festival como el Mad Cool, cuyo público poco o nada tiene que ver con aquellos que acudíamos a la Sala Canciller a ver un concierto de metal. Grohl se ha convertido en “the nicest guy of rock” y su cara aparece en millones de fotografías, memes y selfies, para muchos chavales significa el rock en sí mismo y él, inteligente y sabedor de la necesidad de ídolos e iconos en un mundo políticamente correcto, hace su papel; Grohl es el más enrrollado y comprometido, realizará el mismo grito dos, tres y cuatro veces en cada canción porque, como él dice, “me encanta gritar madafakars”, agitará su melena y moverá su horterísima Trini Lopez azul como si fuese la Gibson Explorer ochentera de James Hetfield, como cantará canciones de tres minutos como si se dejase la vida y las alargará hasta la exageración, pedirá brazos en alto e instará al público a cantar los manidos “oé, oé, oé, oé”. No es el circo del rock porque a Foo Fighters, por mucho que suban el volumen, el rock se les queda grande, es el circo del pop rock, del grunge domesticado y convertido en algodón de azúcar. De aquel que se mofaba de Extreme o Metallica en los noventa ahora convertido en una parodia de sí mismo, en un producto más prefabricado que aquellos, en un artista cuya banda rechazó abrir para U2 en los noventa pero ahora tiene más presencia mediática que el propio Bono.

El comienzo con la emotiva “Everlong” fue quizá lo más emocionante de la noche, parecía que aquello iba a estallar; Grohl saltó al escenario puesto de alegría hasta las cejas, “¡tenemos una noche preciosa y mirad, mirad, hay una noria, mirad esa noria!”, Hawkins empezó a acelerar y cuando llegó el momento de que el cohete despegase aquello no sonó como un reactor sino como una banda de garaje venida a más. “Everlong” es bonita, nostálgica, pero evidenció el mal sonido de una noche en la que se confundió volumen con actitud en una banda de seis integrantes en la que tres de ellos tocan los mismos acordes, las mismas quintas. Allí estaba Pat Smear, ¿qué coño hace un artista tan punk como el ex-The Germs en un festival como este?, me preguntaba, ¿qué opinará de la música que está tocando, cuál es su actual idea de integridad y compromiso? Siguió “Monkey Wrench” e iluso de mí pensé que iban a por todas pero, nadie puede decirme lo contrario, la alargaron de manera exagerada, intentaron crear un clímax allá donde lo perdieron y Grohl demostró que sí que grita pero que la amarga ralea afónica existencial de Cobain le queda lejos, tampoco es algo que busque, imagino que no y a los asistentes aquello les viene grande..

“Learn To Fly”, que en su publicación fue una canción divertida pero poco más (estuve también en aquella gira de Foo Fighters como trío, no me la cuentes), con el tiempo se ha convertido en un himno y fue coreada por todos como “The Pretender” que no terminó de sonar como debiera y, sin embargo, “Something For Nothing” funcionó mucho mejor. “Big Me” (de su primer disco) fue un horror en su interpretación, melódica con Hawkins haciendo los coros, ausencia de cuerpo y lejos de la plácida diversión que era en el pasado, no había Footos en el mundo capaz de levantar aquello.

Caso aparte son los parones entre canción y canción, rompiendo el ritmo, bromas y ‘snippets’ o, como he dicho antes, alargar sin sentido hasta los ocho o diez minutos canciones que duran tres en el estudio. Así ocurrió con “Arlandria”, ¿por qué extenderse? O “Skin And Bones” en la que se demostró que intentar dar caña con un acordeón genera acoples y un sonido horrendo de lata. “Congregation” o “Walk” supusieron un alivio, como “White Limo” pero “Wheels” (como “Big Me”) fue castigada con una interpretación sin fuerza mientras que “This Is A Call” fue ignorada por la gran mayoría, esa misma que bailó “Run” como si fuese una batucada y creyó alcanzar el cielo que no paró de señalar Grohl en “Best Of You”, nada que objetar; cada uno miramos donde queremos y nos ponemos las nubes donde nos gustan.

Un espectáculo apto para todos los públicos, sin actitud o subversión, sin irreverencia, familiar y en el que hasta el gesto más agresivo de aquel que hace casi treinta años disfrutaba destrozando su batería ante la atenta mirada de un Cobain que hacía volar su guitarra por los aires está ahora tan premeditado y forzado como Paul Stanley en directo.

No tengo nada en contra de Grohl y sus Foo Fighters de FM (Nate y Chris desaparecidos, como siempre), nada en absoluto, pero tampoco va a venir nadie a contarme lo que no es o lo que he vivido de primera mano. El concierto de Grohl estuvo a la altura de un festival que concede espacio a marcas comerciales de ropa como Springfield el lugar que debería ocupar una tienda de camisetas de rock. Foo Fighters son el lado salvaje y rockero de Coldplay y con esto queda todo dicho…


Texto © 2017 Jim Tonic
Foto © 2017 Kike Para