Hay discos que son inminentemente nocturnos, que uno escucha y, sea la hora que sea, las sombras se ciernen sobre el sol creando una noche imaginaria que se refleja en nuestro estado de ánimo. ¿Y qué mejor música para escribir o pensar, para dejar que el tiempo corra lenta o rápidamente (según el gusto), qué mejores discos que los de jazz? ¿Qué mejor música que la de Chet para acompañarte en una de esas lentas y calurosas noches?
Chet Baker nació en Yale, en 1929, era un niño de una belleza angelical, casi afeminada, de rasgos finos y eternamente aniñados (lo que le granjeó muchos enemigos en la escuela y aún más críticas cuando alcanzó el éxito masivo ya que le acusaban de ser un ídolo adolescente con el que las niñas forraban sus carpetas). El jazz siempre ha tenido ese puntito selecto a la par que sectario, si no eres negro, semidesconocido y yonki no merecías el respeto de la crítica en aquellos años (ahora todo eso ha cambiado y los críticos, cada vez menos especializados y más untados, deciden quién es y quién no es el éxito de la temporada, quién ocupará los titulares, las portadas y acaparará los premios y, por supuesto, cuando y cómo dejará de ser interesante para terminar defenestrado en el olvido con la rapidez propia de todos los productos de usar y tirar de los tiempos que nos han tocado vivir, esos que mi amigo Roberto llama “Tiempos Modernos”)

Y es que el jazz era música negra y aunque la disfrutasen los blancos eran negros quienes sabían exprimir toda la sustancia a los metales y contrabajos (no hay que olvidar que un chico blanco nunca podría sentir el blues porque nunca sabría lo que es la verdadera tristeza arrastrada durante años por una raza ninguneada hasta la médula, como para saber hacer el break e improvisar, entrar y salir airoso). Son noches de música hasta altas horas de la madrugada, de aquí y allá, de muchos kilómetros y cansancio acumulado y Chet prueba las drogas. Toca con el Gerry Mulligan Quartet y aprovecha que Gerry ingresa en la cárcel para grabar con Pacific ocupando su lugar de líder en aquel cuarteto. Pero es al año siguiente cuando su vida da un giro de ciento ochenta grados debido a su siguiente disco: "Chet Baker Sings" se convierte en todo un éxito, su forma de cantar es atípica, atonal, lánguida y tranquila como las notas que saca de su trompeta. Sus detractores crecen a la par que sus seguidores.
El gran público ama el desconsuelo que sabe transmitir, la fragilidad de su voz, la sensación de desamparo que produce cuando entona "My Funny Valentine" (nunca dejaría de cantarla) pero la crítica lo despedaza. A Chet le pasa lo que a muchísimos cantantes (de todo tipo de música) y es que, aunque no es técnicamente perfecto (incluso dicen que técnicamente desastroso) sabe transmitir.
Adicto a la heroína (droga por excelencia del jazz), visita la cárcel varias veces, le parten la cara y pierde varios dientes, tiene que aprender a soplar otra vez, ha de empezar con la trompeta como cuando era un crío, su adicción calaveriza su rostro y pierde la dentadura, se vuelve todo encías y envejece prematuramente. Morirá en Ámsterdam (no podía ser en otro sitio) en extrañas circunstancias, precipitándose al vacío desde la ventana de su hotel. Ni siquiera sus amigos sabrán que ocurrió la noche del 13 de Mayo del 88, si fue un suicidio u otro ajuste de cuentas con la droga como eje. Veinte años después su música sigue cobijando en la noche, veinte años después sigue siendo una incógnita, veinte años después, en algún bar, en alguna parte del mundo, alguien canta "My Funny Valentine".
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