Crítica: Deep Purple “Infinite”

Me produce cierto reparo, lástima si preferimos, este mundo que nos ha tocado vivir en el que la juventud ha dejado de ser una condición o estado para convertirse en un atributo; como si el que la posee tuviese el talento y el que no es poco menos que apartado. Un mundo en el que se le concede más espacio a artistas vergonzosamente jóvenes que no tienen nada en absoluto que decir mientras se obliga a las viejas a glorias a teñir sus canas y hacerse pasar por lo que no son, haciéndoles ocultar su experiencia, premiándoseles cuando son forzados a reinventarse rememorando épocas pretéritas, ignorando su magnífico presente. Y digo esto porque parece que esta octava encarnación de Deep Purple (Mark VIII) tengan que demostrar que tras cincuenta años de carrera y habiendo dejado su huella en la historia de la música, siguen estando de plena actualidad grabando grandes discos cuando no es así. Y es que me parecen un chiste todas o casi todas las críticas que estoy leyendo de este “Infinite”, producido por Bob Ezrin, en el que los Purple suenan magníficos, compactos y con vida pero tan carentes de chispa como en anteriores entregas. No me considero ningún fundamentalista pero, a mi gusto, el último disco verdaderamente interesante de la banda fue “Perfect Strangers” (1984) y lo que ha venido después de él ha sido toda una peregrinación por el desierto de la que tan sólo soy capaz de salvar “Purpendicular” (1995) y los moderados pero muy regulares “Bananas” (2003), “Rapture Of the Deep” (2005) y “Now What?!” (2013) del que este “Infinite” es digno heredero porque que nadie se espere ningún sobresalto, en él nos encontraremos a unos músicos magníficos pero a los que le falta algo de aquello que nos dieron en el pasado; unos años tan míticos con los que es imposible no entrar en comparaciones, títulos como “Come Taste The Band” (1975), “Stormbringer” (1974), el magnífico “Burn” (1974), “Who Do We Think We Are” (1973), o los inmortales “Machine Head” (1972), “Fireball” (1971) y, por supuesto, “Deep Purple In Rock” (1970), por no hablar de sus tres primeros discos.

¿Queréis que os cuente que Gillan canta mejor que nunca, que este es uno de los mejores discos de la banda y quizá del año? Os habéis equivocado de crítica porque en “Infinite” he encontrado lo que personalmente buscaba (quizá con más conocimiento pero más templanza que aquellos plumillas que aseguran haber orgasmado con él); un álbum correcto en el que mis Purple suenan dignos y punto. No les pido nada más, ni que Gillan haga lúbricos movimientos de pelvis con el micrófono como Coverdale con su ya bronca garganta, la pretendida dosis de entusiasmo de Glenn Hughes o el regreso de unos Rainbow en lo que, por muy bien que suenen en directo, tan sólo soy capaz de ver el músculo financiero de un huraño Ritchie Blackmore al que su escarceos medievales sólo le han llevado a ese ostracismo que él mismo parecía buscar en compañía de la sosísima Candice Night .

Que “Time For Bedlam” es un buen single con un sonido claramente reconocible es una obviedad; Glover, Paice, Morse y Airey son unos grandísimos músicos que suenan engrasados y con estilo. Magnífico el trabajo de Airey porque cuando pulsa sus teclas tenemos la sensación de haber recuperado a los Purple de siempre. En “Hip Boots” o “Birds Of Prey” (excelente, como siempre, el gran Steve Morse) probarán a calzarse las botas, nunca mejor dicho, de Zeppelin como en “All I Got Is You” y su comienzo más jazzy es en donde encontraremos algo de riesgo en este “Infinite” a pesar de que es en las que Gillan, mal que me pese, apunta más el paso del tiempo en su tono.

“One Night In Vegas”, a pesar de Airey y su toque boogie, se queda como una curiosidad como “Get Me Outta Here” en la que parece que quieren hacer algo diferente pero consiguen sonar más rígidos y menos imaginativos que nunca, algo que parecen solventar con la ligeramente exótica “The Surprising” o la radiofórmula con sabor añejo que es “Johnny’s Band” en la que nos haremos la inevitable pregunta; ¿era necesario? Suenan muy bien pero es predecible hasta el aburrimiento y, todo hay que decirlo, el riff parece un robo al ahora olvidado por muchos Bill Bartlett. Mientras que “On The Top Of The World” es el auténtico descenso a los abismos del aburrimiento con la canción más floja de todo “Infinite”.

Como aliciente a un final tan descafeinado y sosito, una versión del clásico de The Doors, “Roadhouse Blues” con un titubeante comienzo en un compás diferente evocando a Dave Brubeck, un Gillan que parece no querer elevar la voz para no despertar a los vecinos y Glover, Paice y Morse demasiado contenidos, tan sólo con Airey dando algo de juego. ¿Sabéis lo que viene a mi mente siempre que escucho “Roadhouse Blues” de The Doors? Me imagino a Morrison y Alice Cooper bebiendo cerveza para calmar la resaca de una noche sin fin, recuerdo el concierto de Krieger con un Manzarek que tuve la suerte de tener a escasos tres metros de mí, golpeando su teclado con el tacón de su zapato, poseído por el propio Lewis, no esta versión ñoña y conservadora de Purple.

En efecto, en “Infinite” buscaba tan sólo dignidad pero, seamos sinceros, tampoco habría estado de más algo de inspiración. Recuerdo la primera vez que les ví en directo y cómo Jon Lord me voló la cabeza con su interpretación en “Hush”, no estaban en su mejor época pero al menos la sangre parecía seguir corriendo por sus venas.


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